uno.

Algo así como un viento fuerte que te tira para atrás y, aunque sabes que no es posible que te haga levantar vuelo, por un momento pensás que ojalá te haga volar. Pero ahí estás, con los pies que parecen plomo, con la boca entreabierta, con las manos en puño y los ojos fijos puestos en él. No tenés ni idea cuando fue que dejaste de tener miedo pero qué lindo es no volver a temblar nunca más. El pelo revuelto y la piel de gallina, la ropa un talle más grande del que deberías usar ondea con la rafaga y la espalda un poco tirada para adelante, queriendo sostenerte en el lugar, evitando que el tirón del aire no te mueva ni un centímetro. No recuerdo mucho si gritaste o hablaste en voz baja. No recuerdo nada de lo que salió de tu boca pero recuerdo muchísimo la mirada feroz y los dientes a la vista, la postura de defensa y la sensación de que vos estabas donde tenias que estar en el momento en el que se te esperaba. No corriste la vista ni cambiaste de posición y los minutos se nos hicieron eternos, parecieron horas, se acumularon en días llenos de ruido. No sé si hasta este momento me había dado cuenta que cuando sopla el viento se apaga el silencio, pero desde ese día no puedo evitar saberlo. Aunque quisiera, aunque me gustaría no saber nada de todo lo que aprendí en esas horas mirándote a vos pelear. Con él, con todos, con vos misma, conmigo y con cualquier pobre alma que se cruzó en tu camino. El viento sopló más fuerte, tu cuerpo se tensó aún más, tu boca se movió rápido, mi sangre hizo ebullición en las venas y tu mirada explotó llena de brillo. Por una vez en tu vida, estabas ganando una batalla. Por primera vez en la mía, entendí que el mundo es muchísimo más complejo de lo que parece.  Él caminó despacio para atrás, cuidando los pasos, temiendo darte la espalda, desapareciendo de nuestra vista lenta y tortuosamente. Hasta que no lo viste más y te diste vuelta hacía mí. Tus ojos puestos en los míos, la sonrisa que empieza a asomar, el viento que tira para el otro lado, la ropa que no para de ondear, la adrenalina disparada y la sensación de que ojalá, por favor, aunque este viento no pueda hacernos volar, al menos nos haga acordarnos de esto para siempre. Y aún hoy, pasados los años y las lunas y los minutos, esa plegaria que dijimos en silencio, ese pedido de que nunca se borre de nuestra mente, en parte fue verdad. No hago la cuenta de cuándo fue que te vi por última vez, Mandala. Pero si sé que aún pasado el tiempo, aún olvidándome detalles de lo que vivimos, de que me cueste muchisimo evocar tu voz y encontrar tu color de pelo entre la gente, no me olvido de esa tarde, de tu postura, de tu mirada de triunfo y de la sensación de sentirnos, por un rato, invencibles.

Ya no pienso tanto en vos. Al menos no la misma cantidad que pensaba hace unos años, cuando te repetías sin parar entre mis pensamientos más comunes, apareciéndote en la calle en la cara de alguna desconocida, en las miradas ajenas, en las manos de quienes me rozaban al pasar. Ya no te pienso tanto pero nunca pude dejar de cerrar los ojos y volver a esa escena, a ese momento donde nos miramos por minutos interminables y la risa después nos inundó y el amor nos puso la piel de gallina y el sentimiento de que al final, menos mal, habíamos vencido. Cada vez que tengo miedo vuelvo a estar ahí. No entiendo muy bien porqué, si veinticuatro horas más tarde desapareciste por completo. No debería ser un recuerdo feliz porque es el último. Pero también es el único que me calma los nervios, que me baja la ansiedad, que me cubre con una paz encantadora. Esa tarde de fresco otoñal fue la última en la que alguien me llamó por mi verdadero nombre, me miro a mis verdaderos ojos, me quiso por quien verdaderamente era. Después de eso vino el huracán, la tormenta, la falsa calma, el horror, la huída y la careta. Tantos años diciéndome que era la persona más valiente que habías conocido para salir corriendo a penas me quedé sin vos. Si alguien me cruza ahora seguramente no me reconozca. Si alguien me cruza ahora seguramente no sepa quién fui.

Ya no recuerdo cuanto tiempo pasó porque la mente humana es un lugar muy curioso y la mía lo que mejor sabe hacer es negar. Fui borrando los años, dejando espacio para lo nuevo, para lo desconocido, sacándome de encima la mochila  que llevaba, irremediablemente, tu nombre. Ya no recuerdo cuanto pasó porque no quiero pero nunca dejo de recordar todo lo que vivimos juntas. Eso no lo puedo sacar de adentro mío ni aunque le pida a Dios que me haga olvidar. Supongo que esta nueva yo que soy, aunque niegue todo lo alguna vez me hizo ser quien fui, no puede empezar si no es con vos en su sistema. Menos de veinticuatro horas después de nuestra última lágrima, me subí a un avión, dejé que me llamaran por un nombre que ya no reconocía tanto y me fui para no volver. Lo único que puede contabilizar el tiempo que pasó hasta hoy son las cartas que, misteriosamente, por las dudas no les puse fecha. Las numeré, eso sí. La nueva yo también es neurótica. Escribí la primera durante un vuelo que se me hizo eterno pero en realidad fue muy corto. Le pedí un lápiz y un papel a la azafata y lloré en letras todo lo que no había podido llorar en lágrimas. Que sin vos no tengo ganas de quedarme en el mismo lugar, que no soy de las que esperan, que entiendo que nunca más vayas a volver, que odio extrañar, que detesto tener una rutina si no va a ser sabiendote cerca. Que porque carajo llegué tan tarde. Pero eso ya lo sabés. O espero que lo sepas. Aunque con vos, la verdad, nunca se supo.

Con esa carta descubrí que todo lo que no podía contarle a nadie lo podía poner por escrito por lo que te escribí un montón más. En sobrecitos de azúcar, en vasos descartables, en servilletas y en boletos de colectivo. Te escribí notas, cartas, comentarios. Te escribí todo lo que mi sistema no podía encuadrar,  todo eso que iba quedando encerrado entre mis cuerdas vocales, ocupando espacio en mis pulmones, apretujandose entre mis costillas. Y aún así, cada vez que no quise escribirte más, cada vez que necesitaba alejarte de mi recuerdo, cada vez que quise empezar de cero, intenté contarselo a quienes me rodeaban. Pero qué difícil es traer el pasado cuando ya se vive en el futuro. No podía hacerme volver desde el olvido, poniéndome la piel de quien ya no era, sacandome la careta que tan linda estaba maquillada. Así que volvía a vos cansada, hartisima de angustiarme, con las lágrimas agolpadas en los ojos, con las manos que picaban de la ansiedad. Primero me olvidé la forma de tus uñas, supongo que después la suavidad de tus manos y algún mes dejé de pensar en tus pies. Te empezaste a ir de mi memoria en tu forma humana, en tus curvas graciosas, en tu torpeza de quién creció mucho en poco tiempo. Lo último que perdí fue tu voz. La forma en la que decias las palabras, las letras saliendo por tu lengua, la risa que se te escapaba en los momentos inoportunos. Todo eso, a veces queriendo y otras sin darme cuenta, lo fui borrando de la memoria RAM de mi cerebro. Pero nunca pude sacar tu presciencia. Nunca te pude sacar del todo. Con cada carta que guardé en esta caja que ahora tengo abierta en frente mio, te traje un rato a jugar con mis recuerdos. En cada nuevo papel que fui sumando al montón, tuve tus ojos mirándome con curiosidad y tu abrazo que hacía que todo en mi se sienta en casa.  Fuiste tanto tiempo un escape que en algún momento me terminé de perder. Hasta hoy. Hasta esta última carta.

No sé cómo voy a lograr hacer esto pero acá voy: hasta siempre, amiga. Ya no puedo huír de mí cada vez que me acuerdo que vos escapaste de todo. No puedo seguir llorando la pérdida de quien igual se quería ir. Ya no puedo culparte porque vos no tuviste la culpa de nada. No sé cuando me di cuenta que todo este tiempo estuve atada a vos porque tenía miedo de soltarme y estar sola. Estar sola no está tan mal como pensaba. A veces me siento en la plaza y miro a la gente pasar y pienso mucho en si me estarás mirando. Nunca creímos en esas cosas pero supongo que la falta de lo que fuimos me empujó a pensar en creer. Fuiste la salvación más graciosa que pude haber encontrado y me arrepiento de no habértelo dicho cuando tuve la oportunidad. Y aunque no pueda escucharte hablar ni acordarme de la calidez de tu compañía, te extraño un montón. Y me da bronca no poder decírtelo de otra forma que no sea por escrito. A mi siempre me gustó leer pero a vos siempre te gustó mucho más hablar. Y si pudiese cambiar algo en este mundo gigante y lleno de sentimientos rarísimos sería que vos vengas y yo me tenga que ir. Vos te merecías empezar de cero y yo necesitaba rearmarme en mí misma pero ya vemos cómo salieron las cosas. Supongo que, de ahora en más, con todo esto guardado en un cajón podré hablar de vos en voz alta. Quiero contarle a mis nuevos amigos que una vez tuve una hermana que no llevó mi sangre. Una amiga que me rescató de la oscuridad aún cuando ella cargaba con colores más oscuros. No sé si alguna vez podré ser justa con tu recuerdo. No sé si alguna vez podré pintarte en palabras cómo te lo mereces. Pero no quiero que existas sólo entre mis papeles, tengo muchas ganas de que vuelvas a caminar al lado mio. Aunque sea en mi memoria. Pero que no sea más en mi silencio.

Te escribo estas últimas palabras para decirte algo: gracias. Por romper nuestras barreras, por sacar del juego nuestros miedos, por regalarnos un aire fresco. Desde ese momento que te reíste de un chiste que no quise hacer hasta la última birra en el patio. Desde cuando caímos duro contra el asfalto y hasta cuando simplemente caí yo pero te tiraste para acompañarme. Fuiste un soplo de nuevo mundo y quizás tenga que aprender a agradecertelo más y a esconderte menos.

Estábamos solas hasta que nos encontramos. Estuvimos juntas hasta que te fuiste. Si alguna vez dejo de creer en la magia, no encuentro nunca más atisbos de amor, dejo de pensar en los milagros, espero poder volver a pensar en vos. En esa piba de zapatillas sucias y jean caído que apareció de la nada, me abrazó las partes rotas y me prometió algo que nunca más dejamos de buscar: que siendo amigas podíamos cambiar el mundo. Y que si cambiabamos el mundo, podíamos cambiar la historia. Y vos querías cambiarlo todo.

Querida amiga: hasta que los planetas nos vuelvan a juntar.

Te voy a pensar para siempre.

Pero esta vez tengo que volver a empezar sin vos.

Vos.

Me podría haber enamorado de vos en cualquier lado pero terminó pasando en una estación de subte semivacía, un domingo cualquiera y vos ni siquiera estabas ahí. Siempre creí que lo sabía todo del amor hasta que llegaste vos y, mientras juraba que entre nosotros no pasaba mucho, me mandaste un mensaje gracioso que me hizo estallar en carcajadas, haciéndome olvidar lo que pasaba alrededor. Mamá siempre me dijo que me enamorara de la risa de alguien pero no tuve en cuenta que también podía enamorarme de un hombre mientras me reía yo. Y así fue como en un otoño que pasaba tanto afuera como adentro, leía las palabras escritas en la pantalla estallada de mi teléfono y pensaba que ojalá estés bien cerca para siempre para hacerme chistes sobre superheroes que solo vos y yo podríamos encontrarle la gracia. Pero pasaron cosas y pasaste vos, con tus humores que iban cambiando según la temperatura del día y tus miradas fijas que decían mucho más de lo tu boca hablaba. Esa boca que fue perdición asegurada desde el minuto uno pero esos ojos que me regalaban la tranquilidad de quien sabe mucho pero no le gusta hacer alarde. Y esa tarde de abril, en el que estuve sola en un andén que me daba miedo pero no el suficiente, en la que vi el subte llegar y sonreí con resabio de risa fácil quedó muy lejos y entendí que el amor no dura para siempre pero eso me pareció bien.

Una vez me dijiste que lo que me faltaba de belleza lo tenía en inteligencia y audacia y lo tomé como un halago. Otra vuelta me juraste que era la mujer más linda que habías conocido, que las pecas de mi nariz te parecían un lindo mapa que perseguir y que mis kilos de más te gustaban tanto, tanto, que podrías prepararme la cena para siempre, y yo no supe muy bien qué pensar de esa declaración. Siempre preferí que me veas inteligente a que me mires linda pero tuve todo el tiempo la sospecha que vos tenías más ganas de que los demás me perciban más linda que perspicaz y que me tendría que haber molestado pero algunas veces tuve ganas de ser tu trofeo. Sólo algunas porque otras quise con todas mis fuerzas que te enamores de mi cerebro tanto como yo me había enamorado del tuyo. Y quizás podría haber pasado y tal vez nunca me lo hayas dicho y no me parecería raro pero no lo vamos a saber nunca. Porque si algo aprendí cuando descubrí que no hay amor que pueda durar para siempre es que prefiero que cuando se termine, termine y ya. No estoy hecha para dar vueltas en redondo durante mucho tiempo. Siempre voy a preferir seguir adelante, aunque eso signifique dejarte bien atrás a vos.

Igual pienso en vos casi todos los días. Pero no así como te podrás imaginar, no románticamente, eso se terminó el día que nos reímos tanto que nos dolió la panza y las lágrimas de risa se convirtieron en tristeza y no nos vimos nunca más. Pero pienso tanto en vos que a veces me olvido que fuera de mi cabeza no hablamos y me vuelvo a acordar cuando estoy marcando tu número. Es que no puedo pensar en vos sin pensar en ella. Y vos sabes como me pone eso. Esa pinza que se me alojó en los pulmones hace unos meses, cuando se fue, cuando nos fuimos nosotros, cuando se fue todo el mundo, que a veces aprieta más fuerte que otras y me corta la respiración en medio de una frase, en la mitad de un pensamiento, me ahoga tanto que pienso en las ganas que tengo de que vengas y aflojes las pinzas de a poquito, a fuerza de palabras suaves y bajitas, de abrazos sueltos y besos en la coronilla. Porque pienso en vos, pienso en ella, pienso en mí y en todo lo que perdimos en este tiempo y me asusto. Dicen que lo importante es todo eso que salvamos del fuego en el momento crítico y por no haberlos salvado a ustedes es que todos los días me levanto en silencio, pensando en ella, abriendo la puerta y volviendo a pensar en vos.

Es la primera vez que te escribo a vos, después de tanto tiempo. Hace meses que no te nombro en voz alta y tengo miedo de haberme olvidado de cómo suena tu nombre en mi lengua, mi risa cuando era tuya, mi nombre dicho para vos. A medida que va pasando el tiempo me voy olvidando de tu mano entre las mías, tu tacto en mis brazos, tus pies sobre mis rodillas un día de verano. Ya no me acuerdo tanto de tus enojos ni de cómo sonás enojado, de tus ojos oscuros por la rabia o la excitación. Me olvidé de las cosquillas en la espalda y en la risa burbujeante y tus piernas enredadas con las mías en una cama de una plaza que nos quedaba gigante. No recuerdo mucho de vos pero más que nada no me recuerdo a mi contigo, entre tus brazos, en tus sueños y en tu amor correspondido con fuerza y fiereza. Y me parece tan bien como comprender que el amor no dura para siempre. Con esa misma simpleza y entendimiento, me doy cuenta que parte de ese gran amor que nos tuvimos, de esa experiencia casi extracorpórea que fue amarnos con alegría, queda para siempre en mi torrente sanguíneo aunque ya te empiece a olvidar.  Y seguramente algún día ya no quede rastro tuyo en mí, estemos más lejos que ahora, no podamos recordar ningún momento juntos pero estoy segura, segurísima, que voy a mirar para atrás y acordarme del día que me enamoré de vos aunque ni siquiera estabas conmigo, de ese subte vacío y de la certeza de quererte cerca para toda la vida, una profecía que se cumplió tanto que seguiste conmigo aunque hace tiempo que no estás acá.

Un poquito desde el miedo

Cada vez que miro rápido para el lado del espejo me asusto porque tengo el pelo corto. Me lo corté en noviembre y estamos en abril, pero todavía me sorprendo cuando me miro. Lo tuve largo, larguísimo, durante los últimos nueve años de mi vida. Supongo que por eso no me acostumbro, pero más sospecho que es porque no me suelo mirar mucho entonces me es más fácil olvidarme como luzco.

Siento que hace frío afuera pero también hace frío adentro y eso me confunde un poco. No debería ser así. Sobretodo porque hacen como veinte grados y para mi esto es primavera en pleno otoño pero en realidad estoy temblando. Como si me hubiesen tirado un balde de agua helada llena de cubitos de hielo que me caló hasta lo más hondo de mi cuerpo, que me hace tiritar castañeando los dientes, que me agarrota las manos y las vuelve duras para teclear. Es que adentro mío, al parecer, es el peor de todos los inviernos. Pero por eso estoy escribiendo. Porque un poco sé que la forma más fácil que tengo de entrar en calor cuando el frío viene desde muy adentro mio es poniéndome a escribir. Siempre que escribo vuelve el fuego y se prende algo nuevo y entonces la adrenalina corre rápido y me deja a mil.

Es la primera vez, en mucho tiempo, que decido exponerme un rato para dejar de sentir como me voy congelando desde las venas hasta el centro de mi cuerpo. En realidad todavía no sé si voy a llegar al final de todo lo que quiero decir antes de arrepentirme y decidir no exponerme nada. Es que cuesta. No sé bien porqué lo hago. Si por querer que alguien me lea, por intentar contar algo aunque crea que a nadie le puede interesar lo que tenga para decir o si es simplemente la necesidad de salir del escondite en el que me refugio cada tanto. La verdad es que hace un tiempo escribo solo para mi porque tengo un libro a mitad de camino y quiero que siga siendo solo mío un rato más. Aunque este pensado para nacer y ser de otros. Por ahora es todo para que yo escriba y lea y sienta que estoy hilando una historia que algún día va a nacer y, quizás, poner mi nombre en una tapa en una vidriera. Pero hay veces que necesito salir un rato de mí y que los ojos de otras personas vean cómo me voy descongelando y deshaciendo en agua, por el peso de que nadie piense que al final escribir no era lo mio. Porque, para qué mentirme a mi misma, casi siempre que estoy acá es para demostrarle a todos ustedes que quizás me están leyendo: escribir sigue siendo lo mio, lo crean o no. El problema es que la que debería creérselo soy yo. Y con eso debería bastar. Pero se ve que no.

Tengo la música a todo volumen, canto cada tanto alguna estrofa de lo que suena, el mate se me enfrío entonces me levanto para calentar el agua y me vuelvo a asustar porque giré rápido y, de nuevo, me sorprende verme con el pelo corto. Cuánto hace que no me miro bien al espejo como para que quede grabada en mi cabeza la imagen que proyecto en el reflejo.  Todavía me veo con el pelo largo y quizás un poco más flaca, con una sonrisa mas débil pero con el ceño menos fruncido y es así, pensando en mí misma mientras la pava eléctrica hace ruido, que me doy cuenta que no soy nada ver a la persona que vive en mi cerebro y sospecho que eso debería asustarme pero, en realidad, me relaja.

Miro la pagina en blanco y vuelvo a pensar en si llegaré al final o dejaré este texto a la mitad y me olvidaré de el mañana. Vine a escribir para contar algo que ahora no me acuerdo qué es entonces tengo miedo de no tener nada para decir. Es el mismo miedo que tengo siempre así que no le hago mucho caso. No tener nada para decir, no saber hacer nada, no terminar lo que empiezo. Vivo con esos miedos chiquitos que se van colando en los pensamientos diarios y se van haciendo lugarcito en mis entrañas para empezar a crecer y en algún momento dejarme desarmada y sin respiración. Es un loop de miedos que empujan cada vez más fuerte desde adentro hasta que, cuando ya no puedo más, intento con todas mis fuerzas sacarlos de mi, escribo algo, termino cualquier cosa que empecé hace años o aprendo a hacer algo nuevo y ellos se retiran un poco y me dejan respirar un rato más. Porque los miedos son así: abrasivos y peligrosos, insistentes en los pensamientos y persistentes en la sangre hasta que uno da un paso para adelante, los manda a cagar y piensa que no van a volver jamás pero deja la guardia alta por las dudas, porque siempre vuelven.

Entonces mientras estoy sentada acá, mirando el cursor titilar y las letras uniéndose en una imagen bastante linda y poética, pienso que mis miedos son los miedos más tremendo pero a su vez comes y corrientes que conozco pero que también eso lo deben pensar todos de los suyos propios. Pero estamos todos un poco en la misma. Que creemos que los nuestros son los peores pero sin saber que la persona que tenemos al lado también tiene sus propios miedos y que seguramente piensen que los de ellos son aún más terribles que los nuestros y así sucesivamente. La importancia de saber eso es qué hacemos con nuestros miedos pero más aún con los de los demás. De saber de qué están hechos mis terroríficos miedos aprendí que no puedo juzgar los miedos de quienes me rodean sino que tengo que aprender a quererlos y a cuidarlos con eso mismo. Estamos hechos de eso que nos asusta. Somos lo que somos por eso que nos desvela algunas noches. Lo mio es que escribir nunca funcione y que al final no tenga nada para decirle a nadie. A otros seguramente sea quedarse sin voz o para algunos otros quizás mirar para los costados y encontrarse solos. Pero todos tenemos algo que nos clava en el lugar, nos impide seguir, nos derriba la esperanza, nos saca la respiración. Yo los estoy poniendo acá por escrito para que todos ustedes que quizás los lean sepan lo siguiente: soy muchísimo de estos miedos, abracenme con todos ellos y entiendanme cuando me superan. Tenganme paciencia cuando siento que no puedo dar un paso más porque los bichitos estos llenos de miedo me están comiendo los pies. Yo les prometo, si de algo sirve mi promesa, que voy a hacer lo mismo con ustedes.

Escribí un montón pero creo que no dije nada. Estoy llegando al final de esta hoja en blanco que me daba muchos nervios no poder terminar aunque no haya hecho más que llenarla de caracteres sin sentido. Lo voy a publicar porque me quiero justificar a mi misma y también demostrarles a ustedes que sigo acá intentando vencer todo pero más aún ganarme a mí misma. Hace mucho no me miro al espejo, hace un montón no me doy crédito por lo que hago pero hace bastante más que no me escucho. Me deje estar y me quede tan quieta que me fui congelando desde la punta de los dedos hasta el último mechón de pelo corto. Me cansé de estar escondida escribiendo para mí pero más aún me cansé de no hablar conmigo misma desde las letras puestas en esta página. No soluciono nada pero tampoco escondo lo que me pasa. Estos últimos días estuve cagada hasta las patas pero ahora estoy más tranquila. Este último tiempo sentí que no podía nada más pero al final podía un montón. Hay veces que tenemos que perder los estribos de todo y sentir que ya no hay más para tocar un poco fondo, reírnos de nosotros mismos volviendo a caer y volver a subir despacito hasta la superficie. Hay veces que hay que llorar un montón o gritar muy fuerte para vaciarnos, que no quede nada adentro y así volver a llenarnos de todas las cosas buenas que salgamos a buscar. Puede ser que todavía no me reconozca en el espejo pero estoy segura que en un tiempo me voy a volver a encontrar en el reflejo y va a estar todo muy bien. Porque si hay algo que aprendí del miedo es que puede mantenerme durante un tiempo en grados bajo cero, puede paralizarme algunos momentos y cortarme los pulmones a la mitad para que no entre más aire los minutos necesarios para pensar que no voy a volver a respirar nunca más, pero no puede hacerlo para siempre. No puede ganarme por el simple hecho de que yo no quiero que me gane. Pero más aún porque tengo muchísimas ganas de que el miedo forro que me hace temblar me vea siendo ganadora cumpliendo todos mis sueños que él no quiso que yo cumpla.

Voy a apretar publicar y vamos a ver qué pasa. Voy a pararme desde la decisión un rato y sentirme triunfante y llena de palabras para decir y de letras para contar. Voy a aprovechar el subidón de adrenalina un rato y a sentirme que puedo todo lo que quiero siempre y cuando me den ganas de hacerlo. Y voy a pensar, mientras camine por la calle, que no tengo nada que justificarle a nadie porque lo que yo haga o deje de hacer no es de su incumbencia. Y voy a sonreír y a reírme y a toda esa gilada que la felicidad trae de su mano. Lo voy a aprovechar mientras dure. Y cuando se termine la alegría, cuando los grados empiecen a bajar estrepitosamente, cuando el hielo empiece a crecer adentro y haga muchísimo frío, voy a leer esto y pensar que en algún momento, en un futuro no muy lejano, va a volver a ser primavera en pleno otoño y no voy a tener más frío desde adentro y voy a volver a bailar bajo el sol porque no hay invierno que dure para siempre y no hay hielo que no pueda derretir.

Y así, como siempre, supongo que podré volver a empezar.

Del infierno con amor.

Empiezo de nuevo. Debe ser el tercer documento que borro sin pensarlo, que no me hace falta releer para saber que no me gustó. Últimamente no me gusta nada. En estos meses escribí mucho para mí pero eso es incomprobable y aburridísimo. Quién sabe si en realidad una vez por día me senté a escribir unas líneas solo por costumbre o en realidad hace seis meses que lo único que me sale son tuits mal escritos. Nadie podría nunca comprobarlo y eso me preocupa. Porque así, al final, tampoco puedo comprobarlo yo. Es real o es algo que me digo a mi misma para creer que lo estoy haciendo. Tranqui, posta, nunca dejo de escribir. Y entre tanto decirlo me convencí. O quizás sí lo haga. Quizás metódicamente todos los días a las siete de la tarde escriba al menos seis líneas que digan algo, lo que sea, no interesa porque solo importa escribir y no perder la costumbre. Pero como ya dije: incomprobable. Lo que puedo comprobar es que escribir para mí misma es aburridísimo, no me enseña nada, no me deja ningún sentimiento vivo ni me da la adrenalina que me genera la mirada ajena sobre las letras que junto para armar palabras. Escribir para mí no es catártico. Al final siempre escribimos para los demás. Yo escribo para salvarme de mi misma del infierno mientras a ustedes los convenzo que acá abajo, en el subsuelo del mundo, se está muy bien.

Por ahora no sentí la necesidad de borrar así que puedo seguir escribiendo. Desde que me encontré – o que le puse nombre – a esa parte mía que me hace hacer todo rápido, perfecto e impecable, que no me deja pensar mucho, que  me corre cuando quiero estar tranquila, que me desaloja de mí para tomar ella la posesión de mi cuerpo, me resulta mucho más difícil lograr algo de lo que esté orgullosa. Hace demasiado tiempo que dejo todo por la mitad, tirado en algún rincón, juntando telaraña. No hago nada porque si no lo puedo hacer perfecto igual no va a servir. Entonces para qué. Eso me repito casi siempre: para qué. Qué quiero hacer, qué quiero pensar, qué quiero mostrar, qué qué qué qué. Entonces nada. Entonces el silencio. Entonces el calor de vivir en pleno infierno, que es abrazador pero soportable. Tengo una casita con pileta en este subsuelo habitable que es, generalmente, mi cabeza.

Hace mucho que no duermo bien. Tengo insomnio, quedo siempre en una duermevela rarísima, entre el soñar despierta e imaginarme cosas. Suelo hacer uso de mi imaginación y pensar en cosas que nunca me van a pasar pero me encantaría que pasen. Me sueño escribiendo un libro, dedicándoselo a mis amigas, firmando ejemplares. Me imagino a mi misma casándome con Harry Styles, con unos votos divinos, con mucha joda de festejo y un vals que en realidad no es vals porque lo odio. Sueño despierta con vivir en otro país, sacando fotos, viviendo de escribir y hacer lo que más me gusta. Me sueño a mí en lugares, eso hago mucho. Me paso horas mirando la pared verde, abrazada a mi almohada hasta que se me rompe el corazón de lo imposible y me frustro. Después de eso, en algún momento, me duermo. En algún punto de tantas noches insomnes descubrí que la mejor forma de vencerlo es llevarme al extremo. Golpearse contra la pared de deseos imposibles duele tanto que una termina medio anestesiada y duerme. A eso le siguen las pesadillas de la madrugada y lo que pasa después es obvio: suena la alarma y el mundo vuelve a arrancar.  En el averno siempre son peores las mañanas.

Cuando empecé a escribir ese texto todavía vivía en Uriburu, con mi mamá, en mi cama altísima de la que tanto hablé. Me estaban pasando un montón de cosas pero más me estaba pasando la soledad. Una soledad que me daba mucho miedo porque, aún habiéndola sentido antes, era desesperante. Una especie de cono del silencio de quienes me rodeaban pero que igual estaban cerca. Y mi silencio, como siempre, en forma de sonrisa forzada y un todo bien, está todo bien constante. Una soledad que fue calando mis huesos y hundiéndome casi imperceptiblemente, centímetro a centímetro en una tierra demasiado seca y dura de romper. Una soledad que todavía me rasguña la piel a pesar de haber sido desplazada de mi realidad. No tengo ni idea de cómo fue que salí de ahí, del silencio de un cuarto semi-desarmado y un montón de cajas rotuladas con mi nombre, listas para ir a un deposito hasta quién sabe cuándo. Pero sospecho que fue gracias al demencial infierno que hábito constantemente que fui anestesiando el mundo, alejando el dolor de a golpecitos en el pecho y logrando ver, objetivamente, todo desde lejos. Cuando estás lejos ves las cosas  muchísimo más claras. Y acá abajo estamos lejos de todo.

Sigo escribiendo sin darme cuenta, en un acto casi mecánico. Supongo que será como andar en bicicleta: nunca te olvidas como hacerlo. En estos meses de silencio, en los que nadie sabe realmente si escribí o si me morí un poco más por dentro, pensé que quizás había perdido el don. Mejor dicho, que nunca lo había tenido. Me habían inventado una gracia, un regalo del cielo. Alguien, alguna vez, se convenció que yo podía escribir, convenció a otros y así, en efecto dómino, me lo hizo creer a mí. Es por eso que nunca me gustó escuchar qué dicen los demás sobre mi persona. Porque cuando descubro que no puedo llegar a las expectativas de los otros, me rompo en mil pedazos. Cómo explicarles lo muy cansada que estoy de romperme en mil pedazos. Harta. Así, con mayúscula y subrayado. Estoy cansada de hacerme añicos cuando me choco con lo que quiere el otro y yo no puedo dárselo. Pero más exhausta aún me tiene creer que tengo que ser lo que los demás quieren y no ser lo que yo quiero, lo que deseo justo antes de dormirme. Así encaro lo que me está pasando, intentando no caer muy hondo pero sabiendo que igual voy a golpear el piso con la jeta. Estoy intentando pilotear lo que soy, entenderme a mí para que me entiendan todos los que me rodean, bajar sus expectativas y, por una vez, sacarme la careta pero sabiendo que no me va a resultar nada fácil. Pero tranqui, está todo bien, acá en el abismo rojo, nada nos resulta imposible.

Puse la música a todo volumen, me permití volver a escuchar Salta la Banca un rato, pedí comida y dejé que los acordes de la guitarra vayan entrando en mí despacito, aclarándome la cabeza para así descifrar el mundo. Soy consciente que vivo queriendo entender qué pasa cuando pasa, cómo me siento, porqué me duele lo que me duele. Soy consciente que es una forma de vida insoportable para cualquiera porque lo es hasta para mí. Pero es cómo soy, estoy acostumbrada. Analítica pero toda sentimental. Una mezcla de mierda a menos que aprendas a pilotear querer explicar absolutamente todo sin poder dejar de sentir ni un segundo. Agotador. En estos meses en los que hice silencio público pero nadie sabe qué pasó en  mí, sentí muchas cosas que antes no había sentido. Me di cuenta que miro mucho a mis amigas para saber si lo que hago está bien o no. Que me mido un montón más de lo que creía y la balanza siempre da para abajo en mi vida. Que le tengo muchísimo miedo al abandono pero más aún a que la gente que quiero se canse de mí. Que no quiero hablar más de lo que me pasa por pánico al qué dirán, al qué pensaran cuando cuente por enésima vez lo angustiada que estoy. Que quizás no tenga nada resuelto pero eso está bien, aunque no sepa como comunicarlo. Que me da miedo cansar a los que quiero pero no sé cómo manejarlo. Le tengo miedo a la soledad, así, llanamente. Al abandono. Al dolor insoportable. A que quizás estoy tan rota por dentro que nadie de los que quiero puede amarme hasta que vuelva a juntar mis pedazos. Y así, en un loop insoportable, voy regando las plantitas divinas que puse en mi jardín, pensando sin parar que no estoy hecha para la vida en sociedad pero por suerte vivo en el averno y acá, aún acompañados, estamos siempre solos.

Subo más aún el volumen de la música porque nada de lo que acabo de decir es políticamente correcto. Me pongo bien puesta la careta, sonrío con mi mejor sonrisa demostradora de errores dentales y suelto una carcajada medio ronca. Hay un mito en éste mundo que está en nosotros desmentirlo: se puede vivir en el dolor siendo muy feliz. Todo lo que conté arriba, todo lo que me cuesta, todo lo que me lleva al borde del abismo, son cosas que me pasan pero no me pasan todo el tiempo. No vivo pensando en eso pero tampoco vivo tranquila. Y está bien. Habría que sacarle el peso de la importancia al temita de ser perfectos y felices todo el tiempo. Nadie lo es. Y está bien. Paso mucho tiempo leyendo y más aún escribiendo, aunque nadie se entere, porque es mi forma de volver al eje. De acordarme que soy frágil, que me duelen ciertas cosas, que otras, contra todo pronóstico, me importan poco y nada, que cuando me rio mucho sueno a malvada de telenovela y cuando lloro generalmente lo hago en silencio. De entender que hay días malos, meses fuleros y relaciones tormentosas pero está buenísimo entenderlas, vivirlas, pasarlas para después aprender de eso y reírnos muchísimo más fuerte. Que la vida puede ser una cagada. Y está bien. A veces hay luz y otras no tanto. Y en el subsuelo del mundo del que tanto  les hablo, estamos casi todos aunque no podamos vernos a las caras. Y está muy bien.

No tengo una conclusión porque no siempre puedo concluir lo que me pasa. Me pasa esto y quise escribir, en forma de letritas que van sumando palabras y explican que quizás no siempre sea un ser muy normal. Casi nunca lo soy. Vengo de un periodo de tristeza y soledad absoluta pero estoy segura que en estos momentos, mientras avanzo con la cabeza en alto, se va aclarando el futuro y entiendo que sola no estoy y que triste puedo estar mil veces si después intento estar bien. Intentar lo intento siempre. Porque de ahí viene la mano, si me quedo en el molde sólo soy una pobre piba. Y yo de pobrecita no tengo un carajo. Supongo que el miedo a lo que puede llegar a pasar forma parte de esta ansiedad forrisima que me acompaña tanto y a veces no sé cómo manejarla. Supongo que tengo que aprender a sacarle la responsabilidad a quienes me rodean y aprender a cuidarlos todo el tiempo. Supongo que tengo que calmarme. Pero más supongo que cuando aprete publicar, cuando lo comparta en mis redes sociales, cuando me exponga a la mirada de todos ustedes y de quienes quieran leerme en algún momento, deberé respirar hondo y pensar: desde el infierno, con muchísimo amor, les escribo estas palabras para entender lo que me pasa. Y lo que me pasa, siempre, está bien.

Yo pensé que no creía en el amor.

Ordenando, hace poco, me di cuenta que en mi casa hay alrededor de quinientos libros que me pertenecen. Guardados en cada rinconcito que me los aguante, ocupan espacio en cada placard. Hay, además, muchos otros que ni cuento ni leí, que sé de que se tratan pero no me interesan, que fui dejando por ahí, reacomodando los que importaban, sin darles mucho espacio. Cada uno de ellos, los que quiero y los que no, hablan de historias diversas y diferentes. Hay libros de autoayuda que no ayudaron a nadie, romances inconclusos e infantiles pero también de los que rajan la tierra y te dejan pensando que existe esa posibilidad, amistades irrompibles que son espejos donde queremos vernos siempre, a nosotros y a nuestros amigos, policiales que calan hasta los huesos, novelas negras que nos dejan en jaque e historias de terror que nunca me animé a leer, porque lo cagona no se van tan fácil. De hecho no se va nunca. Si pienso en todos los libros que leí llego a números inverosímiles, a miles de miles en mi lista, en internet, en papel, en libros que regalé o presté sin esperar una vuelta. Cada uno de ellos, los que conforman las bibliotecas a la vista pero también las olvidadas, hablan de amor. Sin excepción, cada historia contada en este mundo habla de lo mismo: un amor que a su forma interpela, desconecta, desarma y junta nuestros pedazos. Hay que aprender a verlo, a leerlo, a sentirlo, a escucharlo. Una vez aprendido, es difícil que se olvide. Todo, en esta vida, trata de amor. Lo más inesperado de esta verdad que cargo es que en el amor yo no creo y eso me pone en una situación horrible, la de defender lo indefendible.

Son pasadas las dos de la mañana de un lunes y estoy compartiendo cuarto con mi hermano más chico, en la cama que se saca debajo de la suya, porque llegué tarde y él ya había ocupado la principal. No me puedo dormir, la verdad. Hace un rato apagué todo para no molestarlo, prendí la linterna del teléfono y me puse a leer un libro nuevo que no me deja ni pensar. En cada nuevo capítulo la autora habla del amor sin hablar del mismo, en situaciones puras y cotidianas. Lo leo bufando sin dejar de pensar que no existe, que no mientan más, es todo una falacia. Cierro el libro porque me pone nerviosa y chequeo compulsivamente quien vio mis historias en instagram, quién tuiteo mientras estaba en otra, quién subió fotos a facebook del evento al que fui hoy. Me cuido de hacerlo todo en silencio. Teo hace un quejido como si supiese, en su sueño más profundo, que yo no puedo dormir. Apago la pantalla y me quedo quieta. Esta noche se egresó de séptimo grado y sé lo mucho que lo angustia así que intento no molestarlo, no incomodarlo, que pueda dormir un poco más en su sueño de nene chiquito y todavia – casi – inocente. Suspiro aliviada cuando vuelve a hacer silencio y me quedo mirando el techo. Estoy durmiendo en la cama que se saca de abajo de otra cama, en lo de mi papá, medio de invitada e intentando no molestar al rey de mi mundo, queriendo seguir leyendo un libro que me pone incomoda. Prendo la linterna, saco el libro y durante los próximos relatos seguiré pensando que el amor es una farsa y todos deberíamos dejar de mentir.

No pude concentrarme en nada así que agarré la computadora de mi mochila y me vine al comedor a mirar una pantalla casi en blanco. Casi pero no del todo. Pasa que desde que descubrí que me pone menos nerviosa un documento de internet, al word ni lo toco, no sea cosa que me siga bloqueando porque miro una blancura total y un cursor titilante. No estoy para esas jugadas a esta altura. Todo el mundo dice que tengo que escribir sobre lo que me pasa pero yo no tengo ni idea lo que es. Son casi las tres de la mañana de un lunes, tecleo despacio para que nadie se despierte. Decidí que si este insomnio me va a pegar duro en las rodillas prefiero que sea a base de café, así que pongo la maquina a trabajar, busco mi taza preferida entre las muchas que hay en casa y saco la leche de la heladera. Pienso mucho el porqué de buscar esta taza en particular. Es blanca, alta y tiene el logo de IronMan. Una carrera que no corrí ni pienso correr nunca, algo inalcanzable pero tampoco buscado, una meta a la que no quiero llegar. Pero pensando en eso me acuerdo que me gusta porque representa el esfuerzo que hizo papá cuando corrió por primera vez, en la emoción de todos los que lo queremos cuando llegó al mundial, en lo que en mi familia significa esa marca, esa carrera. Sonrío pensando en eso pero no puedo sacarme mi propio mal humor: sigue siendo tarde, sigo sin poder dormir, pongo música y entre canciones de odio y despojo no puedo dejar de pensar que todos hablan de amor y yo, en eso, de nuevo, no creo y por eso mismo me cuesta creer en todo lo demás.

No sé en qué punto me cansé y decidí que una buena idea era ver televisión. Tengo sueño pero no puedo dormir, la maldición de quienes pensamos más rápido de lo que el cerebro nos permite. Pienso en todo lo que tengo que hacer mañana y me inundan las ganas de llorar, de sacarme la piel con un escarba dientes, de tener más cerebro para que los pensamientos no me ahoguen, de ser más inteligente, porque los inteligentes no pasan por esto, viven mejor. Ya no tengo ni idea si soy racional o no, pero tampoco tengo ganas de averiguarlo. Pienso mucho en la heladera llena en la cocina, en cada integrante de mi familia que está durmiendo bajo mi mismo techo en este momento y en que mañana, después de una larga jordana laboral, tendré que volver a la soledad de mi hogar, a mi heladera vacía, a mis momentos de oscuridad después de una estadía en esta casa. Nadie tiene la culpa de que yo viva sola, ni ellos ni yo, pero me pega fuerte. Pienso mucho en cada ambiente en silencio, en llegar y que nadie me pregunte cómo estoy, en que se me apague el calefón y nadie lo prenda por mí, mientras me refugio en una esquinita de la ducha. En los platos sin lavar, en la ropa sucia y en el papel higiénico que, otra vez, me olvide de comprar. Pienso en que no quiero volver a mi rutina, no quiero cenar fideos ni tomar birra en bombacha en el living, ni olvidarme de cerrar las ventanas en una noche de lluvia. Pienso mucho mientras camino en estos pasillos interminables, doblando en redondo, con el reloj golpeándome la sien, con los ronquidos de Luca resonando tras la puerta. Pienso en lo sola que me siento algunos días y en cómo acá están todos muy acompañados, pero también en la forma que festejan cuando llego de visita, en qué siempre tengo un lugar en la mesa, en la sonrisa de Gaby cuando me ve llegar. Es cada vez muchísimo más tarde y a esta altura los pensamientos me vienen nublados. Porque sentada en el piso de la cocina me di cuenta que, aunque sea una escéptica de amor, la ternura que me genera cada pensamiento, se parece cada vez más a ese sentimiento.

No siempre fui así, claro que no. Solía creer en los cuentos de hadas, en las historias magnificas, en los castillos y los príncipes azules. Supe enamorarme de cada hombre en  papel, conflictivo y problemático, bien escrito, con una mente que traspasa la hoja y se vuelve realidad mientras se lee. Morí de amor por cada hombre lastimado, herido, sin escape, que se escondía en las mil vidas vividas y se escudaba en no poder cambiar pero terminaba arrodillado de amor por un personaje naif y noble de alma. Por cada uno de ellos argumenté que yo podía ser mejor partido que aquella protagonista sosa y mundana. Yo había vivido mil vidas en pocos años, a mi me habían lastimado, yo estaba sola y maltrecha y me escudaba en no poder cambiar. Era a mí a quien debían amar. Pero pasó el tiempo y los libros son solo libros que interpelan el alma y las personas no se parecen a los personajes. Muchos con los que me crucé, pasaron por mi vida, hicieron desastres y se fueron dejándome acá, con un pensamiento recurrente: yo no soy digna, yo no soy nadie, yo no soy de novela, yo no me lo merezco. Nadie sabe cuánto puede generar en una persona así que supongo que nadie supo que cada ladrillo de mi pared fue puesto por obra y causa de alguien. Un día me encontré sola en mi castillo pero con la pared tan alta que nadie del mundo mágico ni mortal podría buscarme. Y en la soledad de la noche insomne el precio peor lo paga mi creencia en la existencia del amor.

Dentro de un par de minutos sale el sol, estoy segura. Moví el sillón para quedar de cara a la ventana, al amanecer. Supongo que en estas muchas horas algo cambió aunque yo crea que no. Busqué entre todas mis cosas un cuaderno viejo que hace mucho no uso. Tiene hojas y hojas de pensamientos y hojas donde enumero qué me pasa y porqué. Agarro una lapicera vieja y escribo «razones por las cuales creer que el amor puede existir» y me quedo mirando. No sé si ver cómo asoma el sol o ponerme a hacer esto. Tengo sueño y el cuerpo me pesa demasiado aunque creo que no podría dormir por más que lo intente. Me quedo mirando fijo la hoja en blanco y no puedo dejar de pensar. Dale, Sara, hacelo. Y empiezo a escribir sospechando que quizás, de nuevo, me gane a mí misma.

Pasaron un par de horas, creo. Sigo en el mismo sillón, el cuaderno al lado mío y la lapicera todavía en la mano. El sol me está pegando de lleno en la jeta, hace calor porque es diciembre y los ruidos en casa se empiezan a sentir. Escucho como despiertan a Teo, como Agustina le hace el desayuno, cómo Gaby busca el uniforme, cómo la música empieza a sonar, como mi papá arrastra los pies por el pasillo y por último cómo se prende la cafetera. Agus pregunta algo que no llego a entender y papá, casi en un susurro, le dice que me va a dejar café preparado para cuando me despierte, que ayer seguro llegué tarde, que lo voy a necesitar. Me levanto con pesar pero me siento bastante liviana, ya no tengo los pies tan de plomo y se ve que dormir pocas horas a veces surge efecto. Sospecho que tener momentos de insomnio que resuelven problemas también ayuda al descanso. Mientras me lavo los dientes pienso en todo lo que me estuvo pasando y no puedo entender cómo a veces soy capaz de soportar tanto y otras me arrodillo ante el primer golpecito. Cómo todos estos días me costaron un montón pero esta mañana me resulta tan fácil. Es que tener la cabeza a mil, todo el tiempo, me hace estas cosas. Cada mañana es diferente, cada noche también. Me visto, desayuno en silencio y me subo al ascensor. Papá me espera en la planta baja para llevarme al trabajo, así no me tomo un subte, porque sabe que me ponen mal. Mientras el aparato baja los muchos pisos que me separan del suelo busco mi teléfono en la cartera y, en un tirón, se me cae el cuaderno que usé ayer, con el que me quedé dormida sin querer, abierto de par en par. Y no puedo hacer más que sonreír, porque a veces la vida es una mierda y pierdo la fe en todo, pero otras mil veces no y tener una lista que me lo recuerde es de muchísima ayuda.

«Razones por las cuales creer que el amor puede existir: llegué a casa y Teo me había dejado una almohada para mí. Hay siempre limón en la heladera de Arcos. El agua con gas nunca falta cuando estoy acá. No cocinan verduras cuando vengo. Nadie pone cerca los jazmines porque saben de mis alergias. El comentario de hoy sobre que me dejen ser. Los abrazos cuando tengo migraña. Entender qué es mi migraña. La risa de Luca cuando es condescendiente. La risa de Teo cuando está nervioso. La risa de Franco cuando sabe que se equivocó. Que Hernán no me deje irme sola, por las dudas. Que Euge me espere con la birra en el freezer. Las video llamadas con mamá. La felicidad de mamá viviendo lejos. Los llamados, por minuto, de la Abuela. Una mesa familiar con mis primos. Mis amigas en su estado más puro y maquiavélico. Las salidas inesperadas. Los abrazos impensados. Los piropos escondidos. Las mentiras piadosas. Las risas descontroladas. Los lugares donde me siento cómoda. La gente que me acepta como soy. El dolor que me genera la pérdida. El silencio que me incomoda. Los domingos con Martina. Las charlas donde puedo ser transparente con Euge. Mis amigos que me buscan. Un beso bien dado. Una sonrisa regalada. Un baile extraño. Un dolor curado. Una cicatriz que se fue. Un nuevo libro. Un cuaderno en blanco. Un insomnio que me hace replantear todo esto junto y me saca del estupor»

Es martes y estoy en la oficina. Tengo más ojeras que cara y me duele todo el cuerpo, pero no me parece tan terrible. He tenido mañanas peores. Pensé mucho en subir o no esto, cosas que me surgen en las horas donde nadie vive pero todos respiran. Pero también me doy cuenta que no puedo ser la única a la cual el pase, que se plantee todo esto. A veces necesitamos de un insomnio que rompe esquemas y nos pone en un lugar donde no sabemos qué hacer. Noches dónde la cabeza hace más ruido que el silencio. Necesitamos semanas que nos hagan replantear lo que nos pasa, lo que sentimos, lo que creemos. Seguramente en un tiempo vuelva a pensar lo mismo, vuelva a asegurar que no creo en el amor, que vivo en un castillo alejado de la realidad, que todo es una mierda. Pero también sé desde hace mucho que nada es tan lineal. Que no somos felices las veinticuatro horas del día, que no andamos contentos todo el tiempo, que nada es tan mágico ni dura para siempre, que el amor no es eterno y que se va. El mundo a veces es una mierda pero muchas otras no. La vida es complicada casi siempre pero algunos días no lo es. Ahora sé que tengo unas semanas de changüí donde voy a recordar todo esto y calmarme. Y quizás, quien sabe, la próxima vez que me sienta en el medio de la nada y una casa me parezca un lugar inmenso que refleja el mundo que me asusta, termine con este mismo insomnio, con un libro terminado y listo para editar, con un sueño cumplido y con un amor bajo el brazo.

O nada de eso y simplemente pueda volver a pensar.

De cualquier forma, siempre está bien.

De adentro.

«Estoy en ese momento en el que se que estoy triste y con la ansiedad mega disparada pero me molesta y me irrita, me impide hacer algo. Me doy paja a mí misma, algo así seria» Le puse send a ese mensaje medio catapultador dirigido a Amiga – así, con mayúscula  – y seguí caminando, sin darme cuenta había frenado para abrir el corazón.

Llegué a la oficina ya cansada, medio harta. Hace dos semanas que me quedo dormida, me viene a despertar mi mamá al grito de «flaca llegas tarde» haciendo que me levante rápido, desayune algo al paso, me vista con lo primero que saco del placard y salga desabrigada de mi casa, con la cara de dormida y los anteojos en la mano, diciéndome a mi misma que cuidado, que vea qué hago, esos lentes salieron más que vivir un año en Nueva York, Sara, no te podes permitir romperlos. Lo primero que me digo a mi misma, todas las mañanas, trata siempre sobre algo que no me puedo permitir, como esa gente que hace dieta y piensa en lo que va a poder comer, elegido minuciosamente, pensado especialmente para ese momentito llamado permitido. Yo, como con todo, lo hago al revés. Elijo una pequeña acción por día y me lo prohíbo. No sea cosa, por favor, que alguna vez sea totalmente libre.

Estaba a media cuadra del trabajo cuando me acordé que esta semana nos mudamos de lugar y que queda mucho más cerca de mi casa, que caminé cinco cuadras de más, que es tarde y tengo una reunión en un rato en un bar. Me ofusqué tanto que me tuve que pedir calma a mí misma. Dale, no es tan grave, son cinco cuadras, llegas bien, arreglate un poco el pelo y ya. Termino la oración y me río. Saru, qué hablamos de hablar solas? me dije para adentro. Al menos no hablar con nombre, deciselo al universo de última. Y mientras peleo con la puerta de este nuevo lugar que me incomoda, miro para todos lados pensando que si se me escapa hablar sola en voz alta y alguien me escucha no voy a saber explicarlo. Que en realidad me suele pasar, cuando estoy muy cansada o nerviosa, y no me doy cuenta que el señor que tengo al lado en el bondi me escuchó comentarme a mi misma lo buena que está esa canción  que puse en la playlist hoy. Cuando me pasa suelo mirar para abajo y tararear cualquier cosa, aunque no conozca la canción, para que crea que en realidad no hablo sola sino que soy una concertista de bondi, un alma alegre que no puedo contener las melodías dentro de sí. Ojalá me dieran plata por cada vez que oculto algo que soy, aunque sea por unos meros minutitos.

Todo lo que pasa el resto de la mañana es medio confuso porque la ansiedad me da taquicardia, me hace tener miedo y temblar un poquito. Me olvido de todo, no presto atención a lo que dicen los demás y escribo en un cuadernito amarillo lo que todos creen que son notas de laburo y en realidad son palabritas sueltas que no me quiero olvidar. Entre esas escribo mi nombre tres veces en forma de sobrenombres diferentes. Es una costumbre que me agarré hace un tiempo: cuando no sé qué carajos está pasando, para llamarme la atención y concentrarme me nombro en un papel. Es mi forma de cagarme a pedos no verbal, para ahorrarme la vergüenza de repetirme siempre lo mismo.  A eso del mediodía me llamó el médico y me dijo que todo me dio como el culo. De nuevo. Que la semana que viene, si estoy más tranquila, vuelva, que entiende que estos días estuve medio complicada, no pasa nada, eso afectó lo que necesitaba ver y que es todo muy normal. «Estas dejando que lo anímico te golpee en lo físico, otra vez» me dijo mientras yo le ponía los ojos en blanco a la nada, preguntándome cuando fue que se habrá recibido de psicólogo si hasta donde yo sabía era solo clínico. Dicho eso me mandé al carajo al comentario de «podes ser menos cínica alguna vez, saru?». Acto seguido le puse una moneda de dos pesos a mi alcancía virtual en donde pago cada vez que me trato así. En  esa virtualidad soy medio millonaria.

Toda esta situación me cansa tanto mental como físicamente. No veo la hora de meterme en mi cama, de felicitarme y dar por terminado un día que no está ni cerca de terminar con la cantidad de insomnio que manejo últimamente. Pero todavía sigo en el trabajo, rodeada de muchas cajas de mudanza y miles de papeles, escribiendo. Hace un ratito me largué a llorar en el chino porque no tenían las galletitas que yo quería. Sí, así de inestable. O de caprichosa, quién sabe, algún día de más equilibrio me fijaré qué onda, hoy no. En ese momento me dije en un susurro que basta, saru por favor, calmate. Y me di cuenta que cuando me tengo que retar, desde hace un tiempo, me llamo a mi misma por ese apodo. Toda la vida me traté de Sara, con cordialidad de amiga, como si fuese una de las chicas que nunca me cambiaron el nombre y hoy, doce años de relación después, me siguen diciendo así. Ya desde hace unos meses que me llamo Saru y disfrazo de consejo lo que me impongo, me ordeno y me obligo. Desde que tengo uso de razón me refiero a mi misma como Saru irónicamente, cuando me quiero reír de mi y cuento una anécdota terminando en «siempre así la Saru». Mi mamá me dice así cuando me ve cansada y abatida, cuando siente que ya no puedo mucho más. Me habla en voz bajita y me pregunta cosas con ternura, siempre terminando con ese sobrenombre que toda la vida me sonó a bebé. Se ve que de tanto reírme de mis cagadas y decirme así ante los otros, algunas personas lo tomaron como propio y me llaman de esa forma. Entonces, cuando recorría la distancia entre el chino y el edificio, pensé que me gusta que lo hagan. Me gusta que mi mamá me vea complicada, mis amigos me quieran dar una mano y que todos me digan Saru cuando necesito un abrazo. Y me doy cuenta que yo me digo de esa forma porque es mi manera de verme oscura y sobrepasada, es mi forma de tratarme bien y despacito y no con el tono duro y rasposo. Se ve que algo aprendí de todos ellos y es a abrazarme en lo mínimo de lo cotidiano. Me gusta una bocha aprender de la gente que amo, eso también lo pensé hoy.

Me senté a bajar en palabras lo que me estaba pasando, toda esa pesadez que me rodeo. Escribí el texto más deprimente, asqueroso y triste. Empieza diciendo «escribo esto en, quizás, mi día mas negro en los últimos 15 años». Me dio muchísima vergüenza leerlo cuando puse el punto final. Me dio  pánico que alguien lea eso y se espante, se aleje, me mire de otra forma. Es mi dolor en el más puro y desgarrador conjunto de párrafos. Es un horror y nunca va a ver la luz. Pero dio resultado. Cuando lo imprimí, lo guarde en mi carpeta y me senté frente a otra hoja en blanco empecé a pensar con claridad. Pude conectar con todo a mí al rededor, atender el teléfono y decir tres oraciones seguidas, prestarle atención a lo que me estaba contando mi jefa y contestar un par de mensajes que había clavado durante la mañana. Pude volver al eje y calmarme, bajar la ansiedad y la taquicardia. Reniego todos los días de esta condición terrible que es angustiarme y desesperarme, poniéndome mal por nimiedades y armando escándalo por cada mínima cosa que sucede al rededor. Reniego de tener que escribir para calmarme, pensando que es medio una penada, que debería ser más normal y bajar el momento de otra forma. «A veces soy como Jimena de chiquititas y canto que quiero ser igual a los demás, sabes?» eso le dije hoy a alguien. Me pone nerviosa porque yo no veo que los que me rodean tengan que palear el dolor con algo, que lo pueden superar solitos, que hacen su trabajo en silencio y en la intimidad. Pero también me acuerdo que una vez papá me regaló un libro en el cual la dedicatoria decía que cada cual se cura a su manera y que yo creo en eso fervientemente. Yo escribo para curarme de mi misma y del mundo entero.

El arte existe para eso. Para liberar lo que tenemos adentro y nos hace un nudito en la panza y nos deja sin aire. La angustia se instala al costado de un pulmón y parece una pinza que duele y duele pero si, de alguna forma, logramos expresar lo que nos pasa el metal afloja y el pulmón se tranquiliza, respirando de nuevo como siempre. Yo nunca supe decir en voz alta lo que adentro me estaba quemando, casi siempre que lo intenté dije algo que no tenía que decir o me largué a llorar en la primer palabra. A mí no me sale decir nada si no es por escrito. Me muerdo los dedos, casi siempre, para no escribir de más e irme de mambo. A veces me embalo en sanarme y no me doy cuenta que me estoy exponiendo, sin querer, en el apuro de contarte que si te hablo doscientas veces por minuto es porque me genera ansiedad el visto y logro, por cansancio, que me odies. Yo no suelo darme cuenta que esas cosas no las tengo que contar, que no debería decir nada, que ojalá fuese menos intensa. Pero cuando logro darme cuenta agarro uno de mis cuadernitos del cajón, lo escribo en papel – lejos de toda conexión cosa de no mandarlo por impulso – y lo plasmo ahí. No le doy explicaciones a nadie más que a mí porque eso aprendí con el tiempo que debo hacer. No tengo cuentas pendientes con nadie más que con mi propio ser y eso me genera quietud y tranquilidad. Escribo porque es lo que me junta los pedazos, lo que valida mi pasión y me da la opción a la calma. Escribo porque otros pintan y algunos cantan para descargar la tensión. Escribo porque no sé otra forma de decirle al mundo que estoy bien, que voy en camino, que me gusta reírme, leo un montón y cuando me gusta un chico me pongo bastante pelotuda, contar quién soy en lo más mundano de lo que hago. Escribo porque me hace bien y eso debería valer por sí sólo.

Mientras guardo todas mis cosas en la cartera, los papeles los pongo en el cajón y la pava en la cocina pienso que me gusta la calma después de la tormenta, cuando el oleaje se calma. También pienso que tengo muchas ganas de ver a mis amigas, en un rato, que quiero contarles un montón de cosas y abrazarlas un poco. Siento que puedo hacer todo lo que quiera hacer porque este rato escribiendo me dio un empujoncito a seguir, aunque mañana ya no exista y me vuelva a costar, hoy estoy muy bien. Salgo a la calle cantando bajito, con paso firme, parando en las vidrieras a ver libros y zapatos, cosas que siempre ando necesitando. Freno en una esquina y leo un mensaje de Amiga que me dice que tranqui, que a veces pasa, que intente hacer cosas que me gustan y me despejen. Como la birrita en la barra de Euge, pienso. Como volver a sacar fotos y a relajarme a través de una cámara. Como ver cantar a gente que aprecio o reírme a carcajadas con la nota de voz fisura de una amiga. Como leer el libro que estoy leyendo y me interpela hasta el mínimo sentimiento. Porque todas estas cosas para mí son arte del más lindo y el más puro, como escribir. En mi propio diccionario – del cuál hablaré alguna vez – la definición de arte dice: cualquier acto, movimiento, pensamiento o sentimiento que me caliente un poquito el alma, me sacuda el corazón, me saque una sonrisa y, más que nada, ME SANE.

 

Por prestarme un ratito: gracias desde el fondo de mi cuerpo. Y que la próxima vez que nos leamos sea con una ficción, un poco de Alma y Mandala y menos dolor.

Tiempo, calendario y música.

[Un minuto que dura sesenta segundos y que al final dura 1000 milisegundos y anda a saber a cuantos nanosegundos equivale]

Es de día pero no parece. A esta hora debería haber sol pero no hay. Así estamos todos hoy, entre lo que tendría que estar pasando y lo que no pasa. En realidad hace tiempo que venimos así, varios días, entre el desconcierto y la angustia, entre el dolor y la esperanza. Estamos viviendo hace quince días en un limbo eterno y redundante,  que no para de darnos una mano pero soltándonos la otra, haciéndonos creer que estamos muy cerca de ahogarnos pero poniendo un escaloncito donde hacer pie rápidamente. Así estamos: sin saber qué pasa ni qué podría llegar a pasar, pero esperando que sea algo bueno. O simplemente algo. Que sea y ya. Hace quince días, en un segundo, cambió todo y nuestras cabezas quedaron allá mientras los cuerpos siguieron avanzando.

Ya pasó un mes pero parecen años. El tiempo pasó de ir lentísimo como un caracol a correr al estilo del correcaminos de los dibujitos. En un segundo alguien puso FF y entramos a ir de un lado a otro, de allá para acá, del sí al no en un toque. Nos fuimos muy lejos y volvimos a estar tremendamente cerca, casi pegaditos. A veces nos volvió el alma al cuerpo como en esas series donde alguien recuperaba su espíritu, así de sopetón, y otras veces nos abandonó más que nunca y más fuerte que antes, dejándonos fríos y vacios. Dejándonos solos. Todo en un segundo. Cambiando sin cambiar. Acá es de día pero allá parece de noche, de frio y de invierno. Acá hay un sol que raja la tierra, un verano que está arrasando con todo a su paso mientras que allá asumo que llueve o debería hacerlo, en un invierno que va a parecer más crudo que nunca, más fuerte que todos. En un segundo la adrenalina me corre el cuerpo y estoy en la cima del mundo, tan rápido que no llego a darme cuenta del miedo. Debo haber tardado más de un minuto en deshacerme de toda esa electricidad, de caminar hasta el banquito, de sentarme, en prenderme un pucho, pero no recuerdo con exactitud cómo pasó y porqué. Es que estábamos todos vivos hasta recién pero en un segundo uno ya no lo está más y mamita, qué dolor.

Masomenos pasaron tres meses, días más días menos. En realidad no tengo la certeza porque las fechas, esta segunda mitad del año, se me están complicando una bocha. Partiendo de la base que el tiempo siempre me pareció extraño, los relojes innecesarios, los calendarios un poco al pedo. Nunca me van a escuchar decir que es por mi miedo al paso del mismo pero, a esta altura, ya todos deberían saberlo. No creo en ello porque no quiero y me parece bastante bien. Así que acá estoy, haciendo cuentas mentales, sentada en el piso frio de cemento, en un patio bastante caído, dejado y  el día yéndose en un pueblito que se terminó convirtiendo en mi casa. Hace mucho frio, eso lo sé, así que debe ser masomenos la fecha que pienso. Miro el cielo y dejo que mi cabeza hable sin problemas, escuchándome lo que quiero realmente decir. En un minuto el corazón me empezó a ir a mil, corriendo, como si quisiese salirse del pecho y subir rapidito al cielo, al azul oscuro que va convirtiéndose en negro, a quedarse entre las estrellas y el amor. Hay silencio por todos lados menos adentro mío y cómo las palabras ya no me salen sin que me quiera poner a llorar empiezo a cantar despacito y casi en silencio. No canto en público, nunca, porque no sé hacerlo. Y en esta época creo que solo puede hacer aquel que sabe. Ojala me esté equivocando. Ya no estoy sola, van saliendo de a poco, van prendiéndose un pucho, van sentándose al lado mío. Alguien me sonríe en silencio, con complicidad. En un montón de nanosegundos dejé de estar sola. Y ojalá, cuando te vuelva a pensar, vuelvas a hacer esta magia que acabas de hacer.

Vamos siete ya. Siete meses pasaron. Tengo un poco más de certeza porque en la diaria estoy más atenta al calendario, aunque lo odie. En todo este tiempo lloré mil lágrimas y me reí mucho más. Me debo haber divertido bastante porque pasó muy rápido, casi corriendo, como diciéndome que todo pasa volando y hay que aprovechar. Estoy un poco cansada de la vida hablando y el mundo convirtiéndolo en una nueva máxima de cómo vivir siendo libres y jóvenes. Soy todo menos libre y dudo que me guste ser joven. Quizás sea hora de aceptar que sigo enojada y que estoy bastante odiada. Casi ni miré para arriba porque siento que ya pasó mucho y nadie debe escucharme. Me duele bastante el alma en este momento y me parece que prefiero vivir anestesiada, como antes, pero no me acuerdo como había hecho. Cuantos minutos entran en siete meses? es una matemática que no tengo ganas de hacer pero sé que son un montón, miles. Cuando me doy cuenta cuanto tiempo pasó estoy sentada en la plaza, sola, esperando, haciendo tic tic tic con el pie, de impaciente nomas. Ojalá se haga la hora ya, rápido, tomarme un bondi, leer en todo el viaje, bajarme cantando -menos mal que volví a cantar sin que me importe hacerlo mal- y caminar bailando hasta la mesita de madera en una esquina. A mi todavía me quedan, al menos, varios segundo más. Así que borro la mente, la pongo en blanco, me siento y me empiezo a reír. Porque yo si estoy viva y eso, a veces, debería valer de algo.

A esta altura deje de contar cuantos días pasan. Ya debemos estar muy cerca de los diez, hace calor y es fines del verano. Tendría sentido. Pero la realidad es que me olvidé y por eso debería pedirle perdón al universo. No me olvide de nadie, solo de contabilizar las horas que pasan. Supongo que nadie me lo reprocharía pero tengo el alma más culposa del condado y siento que estoy en falta. Siempre estoy en falta. No soy la misma que era cuando cambió la línea de tiempo de mi historia, no estoy ni cerca de aquella que fui. Es tan imperceptible que para todos sigo siendo igualita pero si me miran muy fijo se darían cuenta que no. Respiro hondo y agradezco que nadie lo haya hecho. Últimamente me siento muy bien, bastante feliz y estable. No todo el tiempo, claro, pero casi siempre. Es todo un logro, todo un acontecimiento en mi vida. No tengo muy definido porqué pero todos deberíamos estar contentos con esto, ni yo me fumo en las malas, no quiero imaginar el resto. Soy un manojo de nervios ,eso sí, no lo puedo cambiar, es algo que viene incrustado en mi sistema. Decidí que podía ser feliz así y lo estoy re logrando, punto para mí. Estoy sentada en un sillón donde últimamente me siento bastante, en una casa ajena que un poquito se siente propia, como un hogar, como el refugio donde correr en el medio de la lluvia. Hay gente a mí al rededor, hay ruido y mucha vida, varios instrumentos y movimiento de cosas y objetos. Hago silencio un ratito cuando me doy cuenta, masomenos, qué día es. Hago silencio porque quiero y porque me gusta observar al resto, ver qué hacen, cómo lo hacen, imaginar un porqué. Toda esa tristeza que tenía ya no está, la pude convertir en otra cosa. En la vida fuera de mi cabeza empiezan a tocar, de a poquito, con timidez. Por dentro yo pienso que ojalá los minutos dejen de pasar ahora, se queden estáticos durante un rato para que ésta paz que siento mientras pienso en todo lo que pasó me termine de curar y la música me traiga a la vida nuevamente.

Este fin de semana es largo y el otoño promete sol pero con fresco. Mi época del año preferida porque puedo usar sweater y poner la jeta al sol, tanta perfección en sólo tres meses de estación. Estamos tan cerca del año que no puedo dejar de pensar en todo lo que pasa, que nos pasó, qué nos va a pasar en un futuro. Me cansa un poco darle tantas vueltas al asunto, me gustaría cerrar acá y ya. A otra cosa, mariposa. Pero no puedo básicamente porque no es fácil borrar la memoria, sacar momentos de mi historia y ya. Así que acá sigo siendo redúndate hasta que me canse de mí, como el resto. Tengo mucho frío así que me hice un bollito en la silla que ocupo, me puse los anteojos porque la migraña empieza a abrirse paso y hago silencio. Una terraza de noche y yo siendo intrusa, una vez más, del talento de los otros. Solo sonrío porque no me sale hablar ni tampoco sé qué diría. La vida esta corriéndome al rededor, están todos concentrados y yo solo quiero que alguien me tape con una frazada y mantenerme acá, sentada. Pasa que en este momentito estoy tranquila y me gusta. Cada nota de la guitarra, cada palabrita cantada, cada golpe del cajón o cada soplo en la trompeta, es como un mimo. Una caricia que baja desde muy arriba, atrás de las nubes, donde no podemos ver. La música que es el nexo más lindo y más puro que existe. Mañana puede volver a cambiar la historia y todo estaría bien. En un segundo podría volver a modificarse mi línea de tiempo y hoy me parecería correcto. Estoy viviendo entre melodías este instante, dejando de lado la cabeza, apagando los sentimientos, dejándome de sentir triste y gris. No fue una semana fácil, no fue un año lindo, no fue un momento al que quiera volver. Pero ahora, en este preciso segundo, está mi mejor amiga cantando y tres pibes con el alma más buena que el pan acompañándola y yo quiero sonreír y llorar de amor. Mañana puede volver a cambiar todo, puedo nunca más encontrarme en ésta situación. Puedo desaparecer yo como puede desaparecer el tiempo. En los siguientes minutos puede cambiar todo pero no en éste. Ahora la tristeza se corre un poquito, yo cierro los ojos y sólo escucho, dejándome llevar.

En los últimos 365 días el mundo pareció una mierda y masomenos que lo fue. En este día, en este momento, sin que nadie se dé cuenta yo le rindo homenaje al cielo y abrazo la memoria. Sentadita en esta silla pienso en todo lo que pasó y me quedó muda. Quiero llorar pero un poquito de felicidad hay en ese llanto. Supongo que quisiste bajar a abrazarme y hacerte presente al lado mío, un año después. Espero me hayas visto mejor que antes, voy mejorando de a poquito. En este momento, este microsegundo en el que dejo que la música me golpeé de lleno y me saque el aire, estoy bien. Me dejo de preguntar lo que puede pasar en el minuto que sigue y disfruto. Me fui dando cuenta que vivir este momento es el mejor, como un cliché. Fui descubriendo que prefiero pasar este segundo, estos mil milisegundos y muchos más nanosegundos así que vivir triste los próximos 365 días. Como todo se trata de elecciones, prefiero elegir esto, hoy, acá y ahora, dejar que la música me de vida y el resto descubrirlo cuando el reloj cambie su número y el momento se reinicie. Total, en el tiempo yo no creo.

Memoria y ansiedad.

íDesde que tengo uso de razón, poder de decisión y control sobre mis acciones que cuando no quiero pensar pongo la música a todo volumen. Todos los días, todo el día, cada vez que mi cabeza empieza a cansarse de girar en redondo, subo al tope sin importar qué estoy escuchando. No me interesa quién toca, qué dice o qué significa, sólo necesito dejar de pensar, lo más rápido posible, lo más efectivo que se pueda, de un instante a otro. La música, desde siempre y para siempre, calma mi propio océano y me seda, me transporta, me hace vibrar el cuerpo sin excepción. Subo el volumen a todo lo que da, relajo mi cuerpo, a veces canto por costumbre, cierro los ojos y me entrego. Tengo la teoría de que si dejo mi cuerpo ir mi cabeza se va con él y me deja de romper las pelotas. Quizás una de las peores cosas que tenemos nosotros, los seres humanos, es la capacidad de no dejar de pensar, de darnos maquina, de lastimarnos con los peores escenarios solo planteados por nuestras neuronas para volvernos – un poco más – locos. Quizás una de las mejores cosas que tenemos nosotros, los seres humanos, sea la música para elevarnos y mostrarnos, desde lejos, que podemos parar la mente, reiniciarla y volver a empezar.

Hace ya un montón de años que vivo enojándome conmigo misma, casi todo el tiempo, sin poder controlarlo. Me pasa mucho que me harto, me supero, me doy ganas de dejar mi cuerpo tiradito en un costado y tomar posesión de otro. Como si cambiar de envase sea la solución mágica a todos mis problemas, como si mi mente no me siguiese a donde fuere, como si el problema no tuviese más raíz que este cuerpo maltratado y usado. En esos momentos de huida, de elucubración, de buscar alguna macumba que lo haga posible, me planteo que la vida quizás sí sea así de simple. Quizás cambiar afuera sea la forma de cambiar adentro, que si empiezo a verme de otra manera en el espejo mi cabeza crea que lo logré, que ahora si puedo, que es mi momento de empezar de cero. Estoy siempre esperando el restarteo de un reloj que no llega mientras voy viviendo en tiempo descuento, a las corridas, esquivando los reflejos, cerrando los ojos ante los espejos largos y anchos. A veces, unos segundos antes de que mi mente se limpie y el cuerpo se eleve ante la música, pienso seriamente que quizá la vida sea fácil en serio, que en una de esas cuando se termine la canción y yo tenga que ponerle play de nuevo a mi vida, mi mente más limpia me va a decir que ya está, que ya pasó, que ahora tengo que aprender de cero porque soy una nueva. Pero nunca pasa y el reloj corre más rápido.

Supongo que después de tanto camino recorrido hay algunas cosas en mí que empezaron a hacerse livianas, a conciliar adentro mío, a hacer buenas migas con todo eso que quizás me gustaba genuinamente. Dones, defectos, virtudes sin virtud. Prejuicios que me fui marcando yo misma, detalles que me pesaban un montón. Toda la vida me recriminé tener rulos, haber nacido chueca, tener un tic nervioso con las manos pero un día me cansé de vivir cagandome a pedos y aflojé. En 25 años me dije más veces «Sara, basta» de las que me felicité. Me dolí tanto en cada latigazo que llegado un punto me cansé y empecé a amigarme con algunos temas. Quizás ya no me castigo por tener un tic, por caminar mal, por ser pajera. Ya no me pego tanto cuando me equivoco, cuando hablo de más, cuando dejo que mi ansiedad me anule. Ya está, ya aprendí, me empecé a calmar. No me soluciono odiándome, no me hago la vida más fácil ni me quiero más, simplemente me calmo el tsunami personal y me tranquilizo en vez de ponerme en penitencia. Me curo un poquito más el alma cada vez que me miro con compasión en vez de lastima.

En todo este tiempo – 25 años me suenan un montón pero es claro que son muy pocos – uno de los dones que más odie es el de la memoria casi absoluta. Tengo la cabeza llena de datos innecesarios, de fechas que no me sirven saber, caras de personas y cumpleaños de gente que vi una sola vez en la vida. Cosas que no me sirven para nada, que ocupan espacio, que a veces atacan durante la noche y me dejan pensando. Ustedes no se dan una idea la cantidad de veces que me quedo pensando «una vez dije algo que se pudo mal interpretar por eso quizás hoy, mil años después, no me hable más» porque si hay alguna mala combinación en este mundo es tener espacio para almacenar cada pelotudes dicha o hecha y tener ansiedad. Esa que te carcome y te recrimina cada paso mal dado, cada palabra dicha sin querer, cada mensaje mandado en plena ebriedad. Porque la ansiedad es así, te desacomoda, te hace pensar, te aniquila la espera y te convierte en un ser totalmente irracional. Mezclada con la memoria hija de puta te vuelve inestable, un ser casi insoportable para vos mismo. Son mis dos peores enemigos juntos y potenciados. Son quienes no me dejan tranquila, me comen el cerebro todo el tiempo y al final, me regalan el insomnio más devastador del planeta.

En toda esta mezcla maldita, en mis ganas terribles de dejar de molestarme, de querer mudarme de cuerpo, de detener el tiempo y callar mis neuronas cuando gritan y me aturden, me voy descubriendo en las verdades más normales y absolutas del mundo. Ser tan de manual, tan previsible y poco original ya está  muy lejos de molestarme. A veces siento que todo esto que recién contaba – la memoria de la mano con la ansiedad – hacen que todo duela más y pegué más fuerte. Desde que tengo memoria cada comentario hecho hacia mi persona se me queda grabadito en la cabeza y se repite sin parar. Haría un reality show mostrando solo mi cabeza y la cantidad de veces que me repite «te acordás cuando te dijeron que de tan rara que sos era re difícil quererte?». Todos los días, toda la noche. La de veces que me paré frente al espejo y, mirándome a los ojos, me dije firmemente que soy tan intensa que a la gente le cuesta seguirme el ritmo, que entrego todo mi corazón de una y la gente se aburre, que él tampoco va a gustar de mí, que no me merezco que me hablen. Y cuando me estoy dando cada vez más fuerte, manteniéndome la mirada, desafiándome a ver cuán lejos puedo llegar esta vez, me doy cuenta que le presto mucha atención a todos y que eso no me lo inventé. Todo eso que alguna vez me dijeron, escuche o intuí me va destruyendo de a poco, dándome material para la bomba interna que me planto todos los días. A nadie le gusta una mina tan insegura, me digo. Y entonces hago pie en el quilombo y me abrazo un poco. Si nadie me va a abrazar, mejor que lo haga yo misma. Cuesta una bocha, segurísimo, pero ustedes no saben con que fuerza intento todos los días ahorrarme un comentario, pensando que muy pronto va a llegar el día en que me mire y salga algo positivo.

La realidad también es que todo esto lo soy. Soy ansiosa hasta la manija, odio esperar, me pone nerviosa estar nerviosa y me mata la intriga, no la soporto, saca lo peor de mí. Soy mandada, no espero a que me den paso, si quiero hablar con vos te voy a hablar, no me parece mal iniciar una conversación, hasta me puedo llegar a animar a invitarte a salir, a decirte qué me pasa cuando me pasa. O no. O simplemente no hacerlo, esperar a que me hables, enojarme porque no lo haces y sentir que no me queres ni ver porque nunca lo dijiste. Y que me duela. Que me duela profundamente si te cae mal que lo haga o que no lo hagas vos. Porque siempre todo me duele, al menos al principio, hasta que me doy cuenta que está bien, que todo va encaminado. Soy inestable a niveles terroríficos, suelo estar deprimida para mis adentros pero si lo tengo que explicar va a ser en base a chistes, me gusta hablar de lo que me pasa si el momento lo amerita y suelo aprender de mis errores – hasta ahí -, no me calman muchas cosas pero me gusta muchísimo cuando alguien se suma a mi humor negro ante el dolor, es como un bálsamo ante tanto bardito. Soy un desastre, un huracán, un quilombo, un pogo de los lindos. Soy un monton de cosas que me cuesta demostrar y otras miles que la gente suele ver a primera vista. Soy un cumulo de pensamientos y de cosas sobre analizadas. Suelo pensar que nadie me quiere y que todo va en mi contra, que no me merezco nada, que cago todo lo que toco. Pero también soy esta que se ríe a carcajadas sin parar, que disfruta la birra en el balcón y que prefiere burlarse del dolor antes que demostrar cuanto le pega. Porque riéndome me sano, me libero y me rearmo. Porque riéndome le gano minutos al tiempo, freno las agujas y me vuelvo la misma canción que tanto me elevó. Porque riéndome ahuyento los fantasmas y voy caminando, despacito, a mi pequeña redención diaria.

Blanco – blanquísimo .

Cuando mamá decidió reformar todo el departamento, cambiarle los pisos, los placares y los techos le pedí – por favor – que mi cuarto no tenga ni una sola pared blanca. Ni el techo. Por favor ma, nada de blanco. Nos mudaron a lo de mi padre durante unos meses, en el medio me fui de viaje de egresados, me enojé con mi mamá, me escapé de mi casa y cuando me tocó volver me encontré con una pared verde, muebles nuevos, una cama muy alta y tres paredes (y techo) blanco. Un blanco intimidante, nuevo, impoluto, totalmente puro. Un blanco bien blanco que me miraba fijo como diciéndome «vení, intenta mancharnos, a ver si podés con nuestra blancura perfecta». Todo ese cambio de cara a la casa donde habíamos vivido toda la vida era una especie de demostración al mundo de que nosotros también cambiábamos. Mi vieja quería mostrarles a todos que después de tantos años complicados éramos distintos, nuevos, renovados. Entonces cambió todo de un saque pero se olvidó de cambiarnos a nosotros. Mi primer recuerdo en esa casa que ya no parecía propia es el de sentarme en una cama muy alta, nueva e incómoda, de cara a una pared que me daba miedo. Una pared que me decía que todo era desde cero y que me la tenía que bancar. Una pared que todavía miro con respeto, con el sentimiento de que a veces lo nuevo no me gusta para nada y que salir de mi comodidad me rompe las pelotas.

Fueron pasando los años y la pared fue mutando con ellos. Lo primero que hice, después de recuperarme del shock, fue llenarla de fotos, de mensajes y de recortes. Me procuré que no le quede ni un solo espacio vacío. Pasaba el tiempo y las fotos cambiando, la gente mutando y los carteles despegándose de a poco. Mira si será conchuda, esa puta pared, que me vive despegando las cosas. Fui aceptándola de a poco, manchándola cuando nadie me miraba, sacándole pedacitos mientras tiraba con fuerza de la cinta de papel pegada. Fui haciéndome amiga de ella mientras en la rabia de un desprevenido ataque le arrancaba todo lo que tenía puesto, quedándome sentada en el piso, espalda contra madera, mirando fijamente como ese blanco, ya no tan impoluto, me decía mil cosas en silencio. Un poco descubrí por donde iba tanto mambo cuando, borracha y bastante eufórica, aprovece la soledad de mi casa muy entrada la madrugada y con un lápiz color rojo le escribí encima ‘lo que más me duele es la ausencia del todo’ y me fui a dormir tranquila, sin preocuparme. Cuando me levante la tarde siguiente me quedé acostada, mirando, intentando entender un poco qué me pasó en ese momento y porqué me pareció una buena idea escribir una pared. Al rato, cuando la resaca maligna me dejo moverme, agradecí al cielo por dos cosas: 1- la pintura lavable y 2- la costumbre de mi madre a irse de viaje. Nadie era testigo de que en tiempos de bardo deje ver un poquito más mi interior y puse en palabras lo que por dentro, sin querer, me estaba matando.

Pasó tanta gente por esa pared, tantos sentimientos escritos en post-its y tantos recortes de revistas que intentaban decirme algo, que a veces olvido que abajo de todo eso había algo que me daba miedo. Durante mucho tiempo, para tapar lo que dolía, la use de pizarrón que demostraba exactamente lo que me estaba pasando ese día, esa hora, en ese momento de pegar lo que fuera con un poquito de cinta amarillenta. Algunas veces le ponía la fecha, el momento, el lugar. El día que se murió mi abuelo, quién fue (y es) uno de los mayores amores de mi vida, le pegué un post-it al lado de una foto donde estábamos los dos. Con la letra más prolija que pude hacer escribí ‘ci incontreremo di nuovo’ y lo pegué al ladito nuestro, sin darme cuenta que en realidad había escrito mi primer tatuaje, el cual llegó un par de meses después, en forma de despedida a quién más me había amado en el mundo. El día que me enteré que mi novio de ese momento me estaba cagando con una pendeja puse un papelito que rezaba ‘ojalá pudiese odiarte más, la puta madre’ y lo dejé ahí hasta que lo pude hace realidad. Fue el lugar donde descargué el dolor y me di valor para salir a hacerme fuerte. Fue la necesidad de pelearle al miedo y entregarme a que todo puede pasar, a salirme de la comodidad, de dejar de ser tan malcriada. Fueron las ganas de ser diferente a como todo el mundo cree que soy. Y fue el entregar el alma y ponerla en palabras e imágenes. Una vez, de chica, alguien a quien quise mucho me dijo que donde algo me de miedo entregue el alma por completo. Que si aprendo a pelearle a mis fantasmas con el corazón en la mano nadie podría hacerme nada.

Hace ya un tiempo que el blanco está presente, casi en su totalidad. Cuando quise sacar todo, reinventarme en forma de pared y  volver a empezar, lo cual hago bastante más a menudo de lo que me gustaría admitir, decidí que quizás está vez lo mejor sería dejar que predomine esa blancura terrible. Soy bastante consciente de que muy probablemente sea el último cambio que haga, que la próxima va a ser en mi propia casa y bajo mis propias reglar, por lo que sentí que debía rendirle un poco de homenaje a tantas noches de insomnio amenazante y dolores transformados en oraciones pegadas. Está vez las palabras están escritas sobre papeles blancos formando una sola oración que explica todo: we keep this love in a photograph. Y así, al rededor, le fui pegando ordenadamente cada una de las polaroids que últimamente resumen mi vida. Mi cumpleaños, mis amigas, hermanos, mamá, papá, nueva york, libros, momentos y lugares. Todos ahí, uno al lado del otro, ordenadamente. La música no mata está al lado de mis amigos haciendo música. La foto de mi libro preferido viene pegadita a la de mis hermanos riéndose a carcajadas. Todo mi mundo feliz, mi lado más brillante, mis lugares perfectos y los corazones que tengo grabados adentro, uno al lado del otro, como hilando lo que fue mi último año. Un año en el que cambié, crecí, me establecí, me doble de dolor, perdí gente y lloré como una condenada. Un año en el que entendí que la angustia puede doblegarme y el universo pesar más que nunca. Un año donde cada una de las manos que me rodeó me salvó un poco más y sentí que había gente haciendo lo que yo no podía: cargar mi cruz. Pero también un año donde la ausencia fue más fuerte, el peso imposible y la soledad una buena amiga todas las noches. Donde los rasguños se hicieron realidad, las marcas más visibles y las ojeras permanentes. Pero todo ahí, junto, mostrándome que sobreviví. Que pasé el peor año de mi vida aireada, nueva, renovada. Que yo puedo, que tengo las herramientas, que tengo lo que quiero y que soy todo lo que tengo. Fotitos que, sin querer, me demuestran que tengo un ejército enorme y que aguante pelearle a todo lo malo, mi amor.

De tanto blanco, tanta fuerza y pensamiento un día llegué cansada, odiada y pesada. Esos días dónde no sabes qué fue pero sentís que todo salió mal. De tanto blanco, fuerza y pensamiento me quedé mirando fijamente cada una de esas fotos, que nunca dejan de ser lo que quiero que sean: una especie de armadura que me pongo antes de salir de mi casa hecha con tanto amor como puede ser posible y que me da el impulso necesario para todo. Porque cuando creo que las rodillas se doblan me recuerdo a mi misma que tengo todo eso, que puedo mantenerme en pie. Pero ese día, sintiendo que el aire pesaba más y entraba menos en mis pulmones, entre decidir qué comer o si irme a dormir directo, me quedé mirando atentamente, una por una, cada cara y cada amor. Entonces ahí te vi, medio desubicado, bastante de más, sin tener correlación con lo que pasaba en las fotos que te rodeaban. Estabas rompiendo el hilo fuerte que las unía, dejando un hueco, generando discordia, haciéndome mirarte fijo, clavarte los ojos, intentando entender qué pasó en los últimos meses. En qué falle o qué viste vos en mí como una falla. Porque sí, porque siempre soy yo el error, al menos con vos. La que está mal, desubicada, mandada y rota. Siempre yo, nunca vos. La peor parte es que eso vos no me lo hiciste creer sino que me lo inventé yo solita. La peorisima parte es que verte ahí, estático, en una sonrisa y un abrazo que recién se empezaban a acomodar pero anticipaban la tormenta. Como diciéndome «acá empezó el quilombo y no te habías dado ni cuenta». Así que agarré esa foto de tamaño de tarjeta de crédito y la arranqué con fuerza. Con mucha más de la necesaria, marcando la foto y doblándola en el tirón, dejando en el movimiento feroz un poco de todo eso que me había estado astillando las ganas todo el día. Miré el espacio en blanco, agarre con mucha parsimonia un lápiz cualquiera y escribí, como pude, en ese mínimo espacio. Hasta el día de hoy, en color rojo furioso, en el espacio en blanco donde claramente antes había un recuerdo reza ‘lo que más me duele es la ausencia’.

Pasaron un montón de cosas en el medio y siguen pasando mil más. Siento que este último tiempo los minutos corrieron demasiado rápido, tanto que me costó alcanzarlo, que me dejo quieta en algunos momentos. Tuve días de ansiedad muy alta, de inestabilidad y de llanto escondida bajo el agua de la ducha. Tuve días donde me dolió la panza de risa, donde la sonrisa era la más grande del condado y el mundo parecía un lugar maravilloso. Tuve días en los que me dolió muchísimo menos y otros donde me quedé mirando el rojo de las palabras y el blanco de la falta durante horas pensando en que no fui suficiente para vos y eso es, quizás, lo que más me duele. Porque intenté ser todo y no llegue a ser nada, quedándome en el medio de quién prueba y no puede, con ese sabor amargo de haber arrancado y frenado en seco en el camino. Tuve días en los que me puse tus alas y seguí volando alto y viendo todo desde lejos y otros donde las mismas no aleteaban y quedé bien en el suelo, pesando más, siendo más yunque que pájaro. Tantos días donde pensé y pensé y volví a pensar dónde había fallado y dándome cuenta que en esta vida no puedo seguir intentando ser algo más de lo que soy y que ojalá me  hayas querido siendo este bardo incalculable, este manojo de emociones y esta inestabilidad que solo necesita de un abrazo para alcanzar la balanza perfecta. A veces miro el vacio y pienso que ojalá me hayas querido más. Tengo días de odio y enojo y un montón de nostalgia y sonrisa triste. Tengo todo eso pero no te tengo a vos. Y es que hoy, cuando me levanté y leí esas palabras que tanto me golpean en el estomago me di cuenta que tu amistad fue tanto un cable a tierra que me terminó atando pero que igual, aún así, un día nos vamos a volver a encontrar en el medio del camino, nos vamos a mirar a los ojos, vamos a reírnos a carcajadas y yo te voy a querer igual que todos los últimos años. Va a ser volver a casa. Porque con tu amistad sigo volando siempre y cuando estés acá. Porque no hay dolor que le gane al amor. A veces pienso que me tengo muy merecido perderlo todo pero después me doy cuenta que en realidad necesito que alguien me golpeé y me demuestre lo contrario. Y en el blanco de esa pared que me dio miedo casi toda mi vida, en lo poco que me gusta salir de mi comodidad, que odio lo nuevo, que detesto sentir, que me demuestra que yo nací de colores y por eso me incomoda, que me pegó donde más me duele y se transformo en mucho más que un pedazo de concreto, me doy cuenta que está todo bien porque la ausencia del todo será lo que me duele pero la presencia de lo que me rodea es lo que me salva. Y aguante ser salvada por tanto amor, bebé.

– c r e e r

Creo en las letras, en el poder que contienen cuando se las junta para formar una oración.

Creo en la fuerza que generan cuando hacen la palabra que queremos, cuando la queremos.

Creo, lamentablemente, en el dolor que pueden generar cuando se usan de manera incorrecta.

Creo mucho en las palabras, pero creo aún más en el amigo que las pronuncia en el momento justo, en el más necesitado.

Creo en los amigos, esos que aparecieron hace poco y dieron vuelta todo. Y también en los de siempre, con los que no hace falta hablar, que entienden mi mirada.

Creo en la incondicionalidad de aquellos que buscan verte bien.

Creo en la entrega absoluta de un ser, lanzado al amor más puro: ese que no espera absolutamente nada a cambio.

Creo en el amor más desinteresado de todos.

Creo en el encuentro fortuito de dos almas, con todo lo que puede generar el choque de dos espíritus.

Creo en la sonrisa fácil, en el regalo que eso significa y lo que repercute en la mía. Creo (mucho) en el contagio de la misma.

Creo en un abrazo de reencuentro, en sanarnos cuando se fusionan dos almas. En sentir que ese abrazo junta nuestros pedazos y nos vuelve a unir.

Creo en la lucha diaria por lograr un objetivo. También en la satisfacción de cumplirlos.

Creo en la gente que deja todo para cambiar el mundo y en la admiración que siento por cada uno de aquellos que logran cambiar MI mundo, haciéndolo un lugar muchísimo mejor.

Creo en la vibración de la música, en sanarse mediante letras y melodías. Creo en el sentimiento de elevación que genera un ritmo.

Creo en todos esos momentos que nos hacen sentir Eternos e Infinitos.

Creo en los corazones rotos, vueltos a juntar, arreglados a las apuradas y emparchados.

Creo en sanarnos y curarnos, cada herida y cada dolor. Volver a armarnos desde la rotura y, aunque ya no sea lo mismo, salir a encarar el mundo así.

Creo en la curación y salvación del espiritu. Que todos merecemos ser salvados. Que todos merecemos ser amados.

Creo en renacer desde el dolor. Y creo, fervientemente, en aquellos que lo logran.