Archivos Mensuales: agosto 2018

Del infierno con amor.

Empiezo de nuevo. Debe ser el tercer documento que borro sin pensarlo, que no me hace falta releer para saber que no me gustó. Últimamente no me gusta nada. En estos meses escribí mucho para mí pero eso es incomprobable y aburridísimo. Quién sabe si en realidad una vez por día me senté a escribir unas líneas solo por costumbre o en realidad hace seis meses que lo único que me sale son tuits mal escritos. Nadie podría nunca comprobarlo y eso me preocupa. Porque así, al final, tampoco puedo comprobarlo yo. Es real o es algo que me digo a mi misma para creer que lo estoy haciendo. Tranqui, posta, nunca dejo de escribir. Y entre tanto decirlo me convencí. O quizás sí lo haga. Quizás metódicamente todos los días a las siete de la tarde escriba al menos seis líneas que digan algo, lo que sea, no interesa porque solo importa escribir y no perder la costumbre. Pero como ya dije: incomprobable. Lo que puedo comprobar es que escribir para mí misma es aburridísimo, no me enseña nada, no me deja ningún sentimiento vivo ni me da la adrenalina que me genera la mirada ajena sobre las letras que junto para armar palabras. Escribir para mí no es catártico. Al final siempre escribimos para los demás. Yo escribo para salvarme de mi misma del infierno mientras a ustedes los convenzo que acá abajo, en el subsuelo del mundo, se está muy bien.

Por ahora no sentí la necesidad de borrar así que puedo seguir escribiendo. Desde que me encontré – o que le puse nombre – a esa parte mía que me hace hacer todo rápido, perfecto e impecable, que no me deja pensar mucho, que  me corre cuando quiero estar tranquila, que me desaloja de mí para tomar ella la posesión de mi cuerpo, me resulta mucho más difícil lograr algo de lo que esté orgullosa. Hace demasiado tiempo que dejo todo por la mitad, tirado en algún rincón, juntando telaraña. No hago nada porque si no lo puedo hacer perfecto igual no va a servir. Entonces para qué. Eso me repito casi siempre: para qué. Qué quiero hacer, qué quiero pensar, qué quiero mostrar, qué qué qué qué. Entonces nada. Entonces el silencio. Entonces el calor de vivir en pleno infierno, que es abrazador pero soportable. Tengo una casita con pileta en este subsuelo habitable que es, generalmente, mi cabeza.

Hace mucho que no duermo bien. Tengo insomnio, quedo siempre en una duermevela rarísima, entre el soñar despierta e imaginarme cosas. Suelo hacer uso de mi imaginación y pensar en cosas que nunca me van a pasar pero me encantaría que pasen. Me sueño escribiendo un libro, dedicándoselo a mis amigas, firmando ejemplares. Me imagino a mi misma casándome con Harry Styles, con unos votos divinos, con mucha joda de festejo y un vals que en realidad no es vals porque lo odio. Sueño despierta con vivir en otro país, sacando fotos, viviendo de escribir y hacer lo que más me gusta. Me sueño a mí en lugares, eso hago mucho. Me paso horas mirando la pared verde, abrazada a mi almohada hasta que se me rompe el corazón de lo imposible y me frustro. Después de eso, en algún momento, me duermo. En algún punto de tantas noches insomnes descubrí que la mejor forma de vencerlo es llevarme al extremo. Golpearse contra la pared de deseos imposibles duele tanto que una termina medio anestesiada y duerme. A eso le siguen las pesadillas de la madrugada y lo que pasa después es obvio: suena la alarma y el mundo vuelve a arrancar.  En el averno siempre son peores las mañanas.

Cuando empecé a escribir ese texto todavía vivía en Uriburu, con mi mamá, en mi cama altísima de la que tanto hablé. Me estaban pasando un montón de cosas pero más me estaba pasando la soledad. Una soledad que me daba mucho miedo porque, aún habiéndola sentido antes, era desesperante. Una especie de cono del silencio de quienes me rodeaban pero que igual estaban cerca. Y mi silencio, como siempre, en forma de sonrisa forzada y un todo bien, está todo bien constante. Una soledad que fue calando mis huesos y hundiéndome casi imperceptiblemente, centímetro a centímetro en una tierra demasiado seca y dura de romper. Una soledad que todavía me rasguña la piel a pesar de haber sido desplazada de mi realidad. No tengo ni idea de cómo fue que salí de ahí, del silencio de un cuarto semi-desarmado y un montón de cajas rotuladas con mi nombre, listas para ir a un deposito hasta quién sabe cuándo. Pero sospecho que fue gracias al demencial infierno que hábito constantemente que fui anestesiando el mundo, alejando el dolor de a golpecitos en el pecho y logrando ver, objetivamente, todo desde lejos. Cuando estás lejos ves las cosas  muchísimo más claras. Y acá abajo estamos lejos de todo.

Sigo escribiendo sin darme cuenta, en un acto casi mecánico. Supongo que será como andar en bicicleta: nunca te olvidas como hacerlo. En estos meses de silencio, en los que nadie sabe realmente si escribí o si me morí un poco más por dentro, pensé que quizás había perdido el don. Mejor dicho, que nunca lo había tenido. Me habían inventado una gracia, un regalo del cielo. Alguien, alguna vez, se convenció que yo podía escribir, convenció a otros y así, en efecto dómino, me lo hizo creer a mí. Es por eso que nunca me gustó escuchar qué dicen los demás sobre mi persona. Porque cuando descubro que no puedo llegar a las expectativas de los otros, me rompo en mil pedazos. Cómo explicarles lo muy cansada que estoy de romperme en mil pedazos. Harta. Así, con mayúscula y subrayado. Estoy cansada de hacerme añicos cuando me choco con lo que quiere el otro y yo no puedo dárselo. Pero más exhausta aún me tiene creer que tengo que ser lo que los demás quieren y no ser lo que yo quiero, lo que deseo justo antes de dormirme. Así encaro lo que me está pasando, intentando no caer muy hondo pero sabiendo que igual voy a golpear el piso con la jeta. Estoy intentando pilotear lo que soy, entenderme a mí para que me entiendan todos los que me rodean, bajar sus expectativas y, por una vez, sacarme la careta pero sabiendo que no me va a resultar nada fácil. Pero tranqui, está todo bien, acá en el abismo rojo, nada nos resulta imposible.

Puse la música a todo volumen, me permití volver a escuchar Salta la Banca un rato, pedí comida y dejé que los acordes de la guitarra vayan entrando en mí despacito, aclarándome la cabeza para así descifrar el mundo. Soy consciente que vivo queriendo entender qué pasa cuando pasa, cómo me siento, porqué me duele lo que me duele. Soy consciente que es una forma de vida insoportable para cualquiera porque lo es hasta para mí. Pero es cómo soy, estoy acostumbrada. Analítica pero toda sentimental. Una mezcla de mierda a menos que aprendas a pilotear querer explicar absolutamente todo sin poder dejar de sentir ni un segundo. Agotador. En estos meses en los que hice silencio público pero nadie sabe qué pasó en  mí, sentí muchas cosas que antes no había sentido. Me di cuenta que miro mucho a mis amigas para saber si lo que hago está bien o no. Que me mido un montón más de lo que creía y la balanza siempre da para abajo en mi vida. Que le tengo muchísimo miedo al abandono pero más aún a que la gente que quiero se canse de mí. Que no quiero hablar más de lo que me pasa por pánico al qué dirán, al qué pensaran cuando cuente por enésima vez lo angustiada que estoy. Que quizás no tenga nada resuelto pero eso está bien, aunque no sepa como comunicarlo. Que me da miedo cansar a los que quiero pero no sé cómo manejarlo. Le tengo miedo a la soledad, así, llanamente. Al abandono. Al dolor insoportable. A que quizás estoy tan rota por dentro que nadie de los que quiero puede amarme hasta que vuelva a juntar mis pedazos. Y así, en un loop insoportable, voy regando las plantitas divinas que puse en mi jardín, pensando sin parar que no estoy hecha para la vida en sociedad pero por suerte vivo en el averno y acá, aún acompañados, estamos siempre solos.

Subo más aún el volumen de la música porque nada de lo que acabo de decir es políticamente correcto. Me pongo bien puesta la careta, sonrío con mi mejor sonrisa demostradora de errores dentales y suelto una carcajada medio ronca. Hay un mito en éste mundo que está en nosotros desmentirlo: se puede vivir en el dolor siendo muy feliz. Todo lo que conté arriba, todo lo que me cuesta, todo lo que me lleva al borde del abismo, son cosas que me pasan pero no me pasan todo el tiempo. No vivo pensando en eso pero tampoco vivo tranquila. Y está bien. Habría que sacarle el peso de la importancia al temita de ser perfectos y felices todo el tiempo. Nadie lo es. Y está bien. Paso mucho tiempo leyendo y más aún escribiendo, aunque nadie se entere, porque es mi forma de volver al eje. De acordarme que soy frágil, que me duelen ciertas cosas, que otras, contra todo pronóstico, me importan poco y nada, que cuando me rio mucho sueno a malvada de telenovela y cuando lloro generalmente lo hago en silencio. De entender que hay días malos, meses fuleros y relaciones tormentosas pero está buenísimo entenderlas, vivirlas, pasarlas para después aprender de eso y reírnos muchísimo más fuerte. Que la vida puede ser una cagada. Y está bien. A veces hay luz y otras no tanto. Y en el subsuelo del mundo del que tanto  les hablo, estamos casi todos aunque no podamos vernos a las caras. Y está muy bien.

No tengo una conclusión porque no siempre puedo concluir lo que me pasa. Me pasa esto y quise escribir, en forma de letritas que van sumando palabras y explican que quizás no siempre sea un ser muy normal. Casi nunca lo soy. Vengo de un periodo de tristeza y soledad absoluta pero estoy segura que en estos momentos, mientras avanzo con la cabeza en alto, se va aclarando el futuro y entiendo que sola no estoy y que triste puedo estar mil veces si después intento estar bien. Intentar lo intento siempre. Porque de ahí viene la mano, si me quedo en el molde sólo soy una pobre piba. Y yo de pobrecita no tengo un carajo. Supongo que el miedo a lo que puede llegar a pasar forma parte de esta ansiedad forrisima que me acompaña tanto y a veces no sé cómo manejarla. Supongo que tengo que aprender a sacarle la responsabilidad a quienes me rodean y aprender a cuidarlos todo el tiempo. Supongo que tengo que calmarme. Pero más supongo que cuando aprete publicar, cuando lo comparta en mis redes sociales, cuando me exponga a la mirada de todos ustedes y de quienes quieran leerme en algún momento, deberé respirar hondo y pensar: desde el infierno, con muchísimo amor, les escribo estas palabras para entender lo que me pasa. Y lo que me pasa, siempre, está bien.